Volverme a abrazar

He perdido la cuenta de las veces en las que me han asaltado los siguientes pensamientos: ¿Por qué me estoy sintiendo así, si yo ya había superado esta situación? ¿Por qué me vuelvo a perturbar por lo mismo si yo creía haberlo sanado? ¿Por qué un día parece que he avanzando un buen tramo y al siguiente vuelvo al punto de inicio?  

Me gustan los resultados visibles, los que se palpan y casi casi pueden olerse, y meto en esa misma expectativa a mi propio crecimiento personal. Lo hago bolita e intento amoldarlo para que quepa en esta cajita que me he inventado yo sola para confirmar que estoy curándome las heridas y andando hacia buen puerto. 

Me imagino la paz como un destino. Y me he visualizado en tantas ocasiones frente a un camino que a veces se bifurca, a veces se tuerce y otras se desdibuja, pero siempre avanza hacia una meta que también me he construido yo misma según lo que entiendo que significa el vivir feliz. 

Y sí, a veces siento que aventajo, pero hay otras en las que me vuelvo a topar con la culpa, la vergüenza y la desgana, que incluso parece no sólo que he vuelto al punto de partida, sino que además he retrocedido. 

¿Y si la vida no se trata de desbloquear niveles como en los videojuegos? Sí, es aventurado seleccionar una analogía ante la que soy una completa ignorante porque no me enfrento a un videojuego desde hace más de treinta años. Leyó usted bien, treinta. Le pedí a “Santa” un Nintendo (ajá, el primero en la vida) a finales de los ochenta y para antes de que llegara la primavera yo ya lo había vendido para comprarme un par de tenis y unos cuantos libros. 

Pero aquel minúsculo tiempo me alcanzó perfectamente para jugar Mario Bros y avanzar todos los niveles existentes. Y el tiempal que ha transcurrido desde entonces me alcanza también para recordar que la sensación de “progreso” en el juego era completamente lineal. Empezaba uno en cierto punto y terminaba cuando rescatabas a la princesa, sorteando dificultades a su paso hasta llegar a la meta.  

Y así queremos que sea la vida también. Que si le gané al dragón, éste no se me vuelva a aparecer. Que vivamos felices para siempre como en las películas de Disney.

La cosa es que, efectivamente, el fantasma se sigue manifestando y entonces creemos que algo estamos haciendo mal. ¿No te había yo ya aniquilado mi chavo?

¿Y si luego la Bella Durmiente le puso el cuerno al príncipe y se divorciaron? ¿O si la Sirenita tuvo una hija con fuertes impulsos complacientes que le recordara constantemente su propia anulación para encajar en la vida de su amado? ¿O si la Cenicienta experimentó una tremenda ansiedad ante la vida lujosa en un castillo por haber crecido con fuertes sentimientos de inmerecimiento?  

Estoy empezando a sospechar que no es que no existan los finales felices, simplemente es que no existen los finales (salvo, por supuesto, cuando morimos, aunque esta afirmación igualmente podría ponerse en tela de duda, pero eso es tema para otro día). La vida es así, imperfecta, al menos ante nuestra limitada visión; porque lo cierto es que son justamente todas esas “fallas” las que la hacen maravillosa, porque la hacen completa y a nuestra experiencia realmente humana en ella. 

Quiero empezar a creer que si tengo un desacierto no es porque no haya entendido absolutamente nada de la vida, sino justamente porque lo he entendido todo: que soy humana y no roca, que el camino es cíclico y no lineal, que la paz es un proceso y no un destino… y que, sobre todas las cosas, no existen los avances ni los retrocesos, porque esto no es un cuento de hadas ni un videojuego sino solamente un cachito de tiempo en la inmensidad del Universo para enriquecerme con cada experiencia, sin importar que ésta sea dichosa o perturbadora.  

Así que la próxima vez que me pregunte por qué he vuelto a tropezar con la misma piedra, me contestaré que es porque soy la misma persona y ésta es la misma vida en donde se me ha dado la increíble oportunidad de sentir de todo. Y quién sabe, quizá cuando haya soltado el juicio, deje de ver el tropiezo y empiece a ver el regalo de hacer una pausa para volverme a abrazar.