Valor

Por Alejandra Durán Velandia

No sé qué título llevará esta pequeña pero trascendente parte de mi historia, lo que busco al escribirla es encontrarle sentido a mi vida, ser compasiva conmigo y tratar de entender y aceptar que la mujer que soy se ha formado por todo lo vivido hasta ahora.  Siempre me ha atormentado saber que diversos estudios demuestran que tanto el embarazo como los primeros 7 años de vida son fundamentales para el desarrollo del cerebro y la personalidad del ser humano. Durante este tiempo se imprimen ciertos patrones conductuales y emocionales que permanecerán durante toda la vida, lo que se traduce en respuestas de confianza, seguridad, temor, rabia y tristeza dependiendo de las situaciones a las que se va enfrentado.

Soy una mujer de 48 años y toda mi vida la he transitado con el dolor de haber perdido a mi madre poco antes de los “gloriosos” siete.  Parte de mi adolescencia, juventud y adultez la he vivido en depresión y a los 31 años me diagnosticaron trastorno bipolar.

A mi madre se la llevó un maldito cáncer de mama, en esos años en los que ni la medicina, ni la tecnología estaban tan avanzados como en la actualidad, esos días donde la palabra cáncer era sinónimo de muerte, y en su caso una realidad.

Dejó a un esposo y cuatro hijos, Gabriel, Armando, Claudia y yo la menor.  Yo crecí con Armando y Claudia.  Gabriel es 19 años mayor que yo, así que, para cuando yo nací, él ya estaba casado.

Los recuerdos de mi madre se esfuman, translucen y diluyen en mi mente y no sé cómo recuperarlos, en casa no se habla de ella, no sé por qué, intuyo que es para evitar el dolor.  Y yo con una necesidad tan grande de saber de ella, me repito una y otra vez en la memoria lo poco que recuerdo.

Cuando la pienso, indudablemente me remonto al día en que mi padre nos dio la terrible noticia.  Era un típico día caluroso y húmedo en Paso de Ovejas, Veracruz.  Jugaba no recuerdo a qué en el pórtico de la casa de mi tío Toño, con sus sillas mecedoras y hamacas para descansar.  Estaba en compañía de mis dos hermanos y dos primos, éramos cinco niños de entre seis y nueve años.  En la escena aparece mi papá en su Rambler color mostaza modelo 73.  Se bajó del auto y me acuerdo que me impresionó verlo con barba, era la primera y única vez que lo veía así.  No recuerdo las palabras exactas de la noticia, ni cuál fue mi reacción, o la de mis hermanos, es más no recuerdo cuánto tiempo transcurrió para regresar a casa al Distrito Federal de ese entonces.

No estuve ni en el velorio, ni sepelio.  Mi papá no lo consideró conveniente porque éramos muy pequeños y nos quiso “ahorrar” ese dolor.  Ahora pienso que me hubiera gustado despedirla, porque las idas al cementerio me parecían ridículas, tanto que al cabo de unos años decidimos no regresar.  Mi mamá no estaba ahí, ella estaba en mi corazón.

Recuerdo también verla postrada en la cama, conectada a lo que ahora creo que era suero con medicamentos para el dolor y el mareo.  Recuerdo ver sus prótesis, pelucas y mascadas acomodadas en la cajonera color caoba que estaba frente a su cama.  Recuerdo que usaba crema Teatrical de latita rosa, durante muchos años iba al Walmart al área de belleza a abrir una lata y olerla para recordarla, nunca me compré una, no tuve valor y ahora ya ni la fabrican.

Añoro su presencia, aunque sea así enferma.  Me hubiera gustado conocerla para así identificar qué rasgos heredé de ella.  Saber cosas tan simples como: por qué me nombraron Alejandra, cómo nací, por parto natural o cesárea, a qué hora nací, qué pensó al mirarme por primera vez, a qué edad comencé a caminar o a hablar, que curiosidades hacía, o tal vez que me platicara cuáles eran sus sueños, cómo había sido ella de pequeña, cómo conoció a mi papá.  Todas esas cosas que la gente “normal” sabe de su infancia y de su madre.  La gente dice que era muy ruda, estricta y una mujer echada para delante.  Pero no sé más, y yo sigo postergando, tal vez por vergüenza, preguntar por ella y con el paso del tiempo se complica la cosa porque la gente que la conoció se está muriendo.

Tuve un padre amoroso que hizo todo lo humanamente posible para salir adelante con sus tres chiquillos.  Mi pa, nunca nos regañó, se desvivía por darnos todo lo que estaba en sus manos.  Pienso que siempre tuvo la sensación de que tenía que darnos todo por la pérdida que tuvimos de niños.  

Contadas veces habló de ella, siempre creí que era doloroso para él y lo corroboré cuando a sus 78 años estaba postrado en la cama, con un diagnóstico de cáncer de próstata con metástasis en la cadera y pierna izquierda, los doctores le dijeron que tenía probabilidades de salir victorioso de la enfermedad, que con sesiones de quimio y medicamentos podía sentirse mejor, que la medicina estaba muy avanzada, que ya no era lo de antes, y él de tajo dijo, yo no quiero sufrir lo que sufrió Cristy, llévenme a mi casa.

Ahí comprendí que mi papá también la había pasado muy mal con la enfermedad de mi mamá, una enfermedad que lo llevó a la ruina económica, física y mental.  De él sí me pude despedir, del diagnóstico a su muerte pasaron escasos dos meses, todo fue muy rápido y sin tanto sufrimiento, que nos dio tiempo de prepararnos para su partida.  A él lo tuve 40 años de mi vida.

No sé cómo terminar este relato, será porque no le veo fin todavía.  Este es el comienzo de la búsqueda de mi esencia, ya me cansé de consultas con psicólogos y psiquiatras, ya me harté de medicamentos que me aturden y nublan los pensamientos.  Ahora estoy probando con la meditación, yoga, círculos de mujeres, alineación de chakras, rituales, journaling, gratitud y cuanta herramienta se me presente para eliminar la creencia de que eso que me pasó a los siete años marcó, de forma negativa, mi vida para siempre.

Tal vez este este relato pueda llamarse “Valor”.

 *Alejandra Durán Velandia fue alumna del taller de escritura personal “Cuéntatelo otra vez” y su texto fue seleccionado por sus compañeras para ser publicado en mi blog.