Soy frágil... y también fuerte

El alma me anda regresando poco a poco al cuerpo. Los últimos días han sido retadores y hoy por fin me puedo sentar a escribir al respecto, porque escribiendo es como asiento toda esta energía que como partículas de hierba en la tisana se quedan suspendidas luego de vaciar el agua caliente, hasta que por fin encuentran el descanso en el fondo de la taza.

Hace unos meses me enteré que mi hijo Matías, de 7 años, tenía un par de dientes “supernumerarios” (extras) que había que extraer con cirugía. Esto, a simple vista, suena normal. Sin embargo, cuando me dieron el diagnóstico se me agolparon en la memoria imágenes de mi hijo hace un año gritando en la silla de su dentista que se vio obligada a envolverlo con una “cobijita” para poder colocarle las resinas en un par de caries, y luego su carita salpicada de manchas rojas que, después me enteré, habían sido provocadas por el estrés.

“Lo más seguro, por como es Matías, es que esta cirugía se practique con anestesia general”, me dijo en aquella llamada su dentista. Shot de adrenalina a domicilio para mis arterias.

No tuvimos que pensarlo demasiado para decidir que haríamos la cirugía en Hermosillo, donde vive la familia de David, porque yo en las vacaciones que tuvimos por acá en enero me sometí a una extracción de muela con un maxilofacial al que ahora quiero construirle un monumento por su calidad no sólo profesional, sino también humana. Si voy a poner a mi hijo en manos de alguien que le meta un bisturí en la boca, sólo puede ser él.

Hicimos la cita para practicarle el procedimiento en Semana Santa, y cuando anunciamos el viaje, mi hija Emma, de casi 15 años, nos pidió quedarse en casa. ¡¿Kaaaa?! Ya voy a soltar a uno en un quirófano, ¿también debo soltarte a ti dos semanas? Obvio eso no se lo dije a ella, pero sí me costó mi trabajito asumir la idea de dejarla por primera vez lo que me parecía una eternidad de tiempo, y a ella convencerme de por qué estaba bien hacerlo.

Me pidió quedarse en Tecate, en casa de mi papá y su esposa, porque las vacaciones eran la oportunidad para ver a sus adoradas amigas de la infancia, a quienes veía poco desde que nos mudamos a Ensenada y una de ellas se fue a vivir a Querétaro. Esto, a simple vista, también suena normal. Sin embargo, la salud mental de mi hija se había visto comprometida en los últimos meses, así que igual que con Matías, en la decisión se me colaban imágenes de mi pequeña enfrentándose a duros retos propios de una adolescente en medio de una pandemia y mi mamagallinismo me impulsaba a sobreprotegerla.

Lo consulté con la almohada, con las cartas, con David, con su terapeuta, con mis tripas y hasta con las estrellas, hasta que tomamos la decisión de concederle quedarse con su abuelo. Shot de adrenalina otra vez. A partir de ese momento me dediqué a prepararme física y mentalmente para soltar a los dos… en lugares sumamente seguros, pero soltarlos al fin.

Hoy que lo veo a la distancia, como siempre sucede, entiendo un poco mejor el trabajísimo que me costó: me estaba enfocando en la fragilidad y vulnerabilidad, no sólo de ellos, sino también de mí misma, pues temía muchísimo que la ansiedad que he experimentado últimamente se me disparara con toda esta experiencia. Shot de adrenalina.

Emprendimos el viaje en carro hasta Sonora, rogándole a todos los santos que la valoración del médico acá nos descartara la anestesia general, que era lo que yo más temía. Y como un chiste de la vida, lo que el maxilofacial hizo después de ver a Matías fue pedirnos a nosotros que tomáramos la decisión entre anestesia local y general para el procedimiento en el que debía extraerle cuatro dientes, dos supernumerarios (uno acostado y en el paladar) y dos de leche.

La anestesia local nos daba la ventaja de que fuera en su consultorio, pero si mi hijo no cooperaba durante la hora y media que duraría la cirugía, de cualquier manera nos cobraban el 50% de los honorarios y habría que volver pronto para programarla de nuevo con anestesia general. La anestesia general nos ofrecía hacer todo sin ninguna molestia para Matías, pero había que llevarlo a un hospital, contratar a un anestesiólogo y hacerle un par de estudios pre-operatorios.

Decida mijita, ande. Shot de adrenalina.

Le dijimos al doctor que lo pensaríamos y nos fuimos los tres a un parque cercano a platicar. Le explicamos a Matías lo que iban a hacerle y le preguntamos si estaba dispuesto a ser paciente porque durante hora y media no experimentaría dolor propiamente, pero sí algunas molestias. Le ofrecimos una gran recompensa para motivarlo y nos dijo que haría todo lo posible. ¿Qué hacer? Si nos íbamos por la anestesia local debíamos confiar en la fortaleza de nuestro hijo, y si nos íbamos por la anestesia general, en el sostén del Universo para que todos los riesgos se vieran disminuidos.

De pronto me llegó una revelación: llevar a mi hijo al hospital para que lo anestesiaran por completo era sobreprotegerlo otra vez. Claro que me daba miedo que sufriera de dolor, de frustración o impotencia, ¿pero no se trata de eso la vida? ¿No estoy aprendiendo yo misma a que está bien sentirlo todo? ¿Quiero negarle a mi hijo esa oportunidad? Éste no será ni el primer ni el último dolor que experimentará (en sentido figurado, pero también literal, porque después de su valoración el doctor nos advirtió que había que llevarlo después a un ortodoncista).

Entonces decidimos confiar en la fortaleza de Matías. Sí, tenía clavada la imagen de sus manchas rojas en el rostro por el estrés en aquella cita con su dentista, pero no quería sobreprotegerlo más. Ni a él ni a Emma… ni a mí misma. Hice acopio de toda la fuerza que sé que poseo y de la que a veces (muchas) dudo para entonces poder confiar en la de mis propios hijos. En aquella revelación en el parque también recordé que si yo confío, ellos confiarán también.

Durante la cirugía, que terminó durando dos horas, Matías lanzaba sus buenos alaridos que escuchábamos David y yo hasta la sala de espera. Shot de adrenalina. Emma me mandaba mensajes contándome sus salidas en carretera con las amigas y en un par de ocasiones me contó que se sentía mal. Shot de adrenalina.

Soltar. Soltar. Soltar. ¡Ah, cuánto se me ha invitado a soltar!

Soltar a los hijos pero soltar también las creencias en torno a ellos. La creencia de que puedo impedirles el dolor, la creencia de que su felicidad es mi responsabilidad, la creencia de que soy capaz de controlar lo que les ocurre, la creencia de que son míos y de que son eternos. La creencia, sobre todas las demás, de que son frágiles. Porque sí lo son, como lo somos todos, pero no son sólo eso. También son fuertes y resilientes. También son seguros de sí mismos y poderosos. También son sumamente capaces de enfrentarse a la vida y de fracasar algunas veces y salir victoriosos en otras. Como humanos, como todos, como yo misma.

Confiar en la fuerza de los hijos es confiar en la propia fuerza. Al verlos a ellos como terroncitos de azúcar, me di cuenta de cómo me estaba viendo a mí misma. Y claro que está bien quebrarse y abrazar nuestra vulnerabilidad, pero también es maravilloso reconstruirse y reconocer la garra que también poseemos.

La cirugía y recuperación de Matías fue un éxito y mañana regreso a casa al lado de Emma, quien ha pasado unos días inolvidables con sus amigas, sus abuelos y ella misma. Así que después de estos días en que el alma me ha danzado dentro y fuera del cuerpo, agradezco todo lo vivido. Esta Semana Santa mi hija y mi hijo crecieron un poco más… y yo hoy por la noche colgaré con nostalgia el disfraz de mamá gallina que me enfundé durante catorce años, casi quince, hasta el fondo del clóset.

Gracias siempre por leer.