Una faena a la vez

Guardar los trastes todavía amodorrados del sueño nocturno en la tarja de la cocina. Recoger los platos sucios de la mesa y limpiar el anillo de miel que dejó el frasco desde el desayuno. Rellenar los contenedores de agua y comida de la Heidi. Poner una secadora con la ropa húmeda que ayer olvidé en la lavadora. Romper un par de huevos para hacerle el lonche a Emma, que es la única que va a la escuela hoy porque Matías está resfriado. Vibrar con la voz de Kany García en el Spotify. Llorar. Llorar mucho. Secarme las lágrimas. Sonarme la nariz. Regar las plantas. Guardar el súper pendiente en el refrigerador. Preguntarme otra vez: ¿hasta cuándo voy a sentirme así? Responderme que está bien no saberlo y concentrarme en eso, en sentir. Llevar a Emma a la escuela y de regerso a casa admirar desde lo alto del cerro el baño de luz dorada que se extiende de a poco sobre las casas de la colonia a esta hora de la mañana. Apurarme con las fresas y el kefir de coco en la licuadora, porque ya quiero sentarme a escribir estas palabras que consiguieron ser lo bastante convincentes para rescatarme del paréntesis creativo que he vivido en las últimas semanas. 

No me atrevo a decir que estoy deprimida por respeto a las personas que ahora mismo lo están de verdad, pero la oscuridad en la que últimamente me he sumergido se siente igual a aquellos periodos depresivos de mis veintes. Las páginas de octubre me trajeron movimientos telúricos interesantes que despertaron algunos fantasmas dormidos, y desde entonces el aire se me volvió denso, los días cortos y las noches larguísimas, las lágrimas fáciles y las fuerzas apenas precisas para lo indispensable. Perdí el rumbo. Se me esfumó el sentido de prácticamente todo y si acaso me mantengo a flote en este trance nebuloso es gracias a la confianza de que estos días, tal como me ha ocurrido en el pasado, son sólo una racha que también pasará.  

Mis prácticas de autocuidado se quedaron en pausa, abandoné el cuaderno donde me desahogo y me abrazo todos los días, volví a comer diario lo que sé que no le hace bien a mi cuerpo, dejé de hacer ejercicio y me tiré en la cama las horas indecibles sólo para dormir, leer, ver Netflix y repetir. No fui capaz de sentarme a pintar o escribir absolutamente nada, no sintiéndome esta oruga que ha de rendirse primero ante la negrura del capullo para crearse a sí misma. Me sirve el recuerdo, aunque a veces lejano, de que a lo largo de mi vida habrá días para crear y otros para convertirme en la mujer que creará lo siguiente. Me sirven para silenciar un poco las voces recriminatorias en mi cabeza que todo el tiempo me dicen que no hago lo suficiente, ni como creativa, ni como madre, ni como pareja, ni como hija, ni como amiga, ni como ser humana. Y cuando no consigo tal silencio las voces me arrastran, me revuelcan, me azotan y me destrozan la mirada como el huracán revienta las puertas y ventanas de una casa hasta dejarla desnuda. 

Entonces claudico, me quedo suspendida… hasta el próximo recuerdo de amor hacia mí misma que me infundirá la energía necesaria para volver a intentarlo. Levantarme a restaurar los cristales, a ordenar los desconciertos y a abrazarme los vacíos en este ya tan familiar vaivén entre la luz de la inspiración y las tinieblas del hastío. Así como hoy, que me levanté de la cama con el olor del lunes y me dispuse a esos pequeños actos cotidianos que cuando me siento así se convierten en verdaderos triunfos. Hacer pancakes y servirlos con blueberries. Encontrarme en las letras de Silvana Estrada. Trapear el agua que se cayó al piso. Hacerme un té de manzanilla y sentarme con él frente a la ventana. Lavar la loza acumulada. Salir a caminar tan sólo para ver el regocijo de la Heidi. Lo ordinario como una tremenda victoria, porque en estos días de metamorfosis no se necesita nada más.

Hoy no tengo que cambiarle la vida a nadie, con doblar la ropa está bien. Hoy no debo ser la madre perfecta, tan sólo prepararle a mi hijo un jarabe para la tos. Hoy no necesito sanarme los traumas de la infancia, pasar el trapo por la mesa me parece más que suficiente. Hoy no ansío el reconocimiento de los demás, sentarme a comer con los míos hará toda la magia.   

Salvando al mundo y salvándome a mí misma, una faena a la vez.