Esto aprendí en mi detox digital

Vengo llegando de un viaje en el tiempo en el que visité aquellos días en los que no existían ni Facebook ni Instagram, la dopamina nuestra de cada día. Me embarqué en un detox de redes sociales de dos semanas y descubrí algunas cosas interesantes que me gustaría compartir aquí en mi blog, mi primera casa vitual, acaso como una especie de homenaje a la lentitud, esa que hemos desairado ante el brillo de la urgencia y la fugacidad de los reels y las ideas cortas a manera de tuit. 

Esther Perel, psicoterapeuta, autora y santa patrona de las relaciones amorosas, dice que uno de los grandes desafíos que experimentan hoy en día las parejas es que insistimos en que una sola persona nos satisfaga todas las necesidades que en el pasado cubría una aldea completa. Queremos que nuestra pareja sea nuestro mejor amigo, porrista, terapeuta, conversador, escucha, amante, proveedor, sostén, protector, apoyo, compañero de aventuras, equipo en la crianza, consejero, calmante, amenizador y un largo etcétera. 

Estos quince días de ayuno digital me ayudaron a darme cuenta de que yo solita le pedía al mundillo instagramero mucho más allá de la simple distracción. Y me acordé de esta teoría de Perel porque, díganme si no: ¿acaso no es una relación amorosa lo que sostenemos hoy en día con el celular? Penoso, sí, pero real. 

Y como toda relación de pareja en la que se establecen acuerdos, algunos explícitos y otros que se quedan entre líneas, entre el tío Instagram y yo había un “sano” intercambio de energías: yo te alimento de contenido y tú me inyectas mi dosis de serotonina directo en la vena. Pero, oh sorpresa, en el transcurso de la abstinencia me di cuenta de que al santo device le pedía mucho más que el simple coctel hormonal. 

Le pedía, en primer lugar, entretenimiento. Que me divirtiera en las horas muertas, en los momentos de espera, en los semáforos en rojo… no fuera a ser, virgen santísima, que durante 30 segundos me quedara yo sola con mis pensamientos. Más que entretenimiento, ahora que lo pienso mejor, quizá lo que le pedía era una fuga.

Le pedía calma. Que me aquietara los nervios cuando me alejaba de mi zona de confort mientras escribía o pintaba algo nuevo, cuando viajaba en carretera de copiloto, cuando aparecían los silencios incómodos en una conversación. El celular como esa mantita de apego para serenarme en los momentos de transición.  

Le pedía reconocimiento. Ok, se lo exigía. ¿Cómo le fue a mi foto? ¿Qué opinaron de mi texto? ¿Cuántos likes? ¿Cuántos comentarios? ¿Cuántos mensajes? ¿Cuánta atención del exterior para llenar esta sensación de insuficiencia que ultimadamente no va a llenarse con nada que no sea mi propia validación? 

Le pedía inspiración. Una parte de mí justificaba el scrolleo infinito con la creencia de que las redes sociales son una fuente maravillosa de inspiración. Y sí lo son, sí he curado lo suficiente la lista de personas que sigo para que en ese río caudaloso de fotos y videos me sienta lo suficientemente motivada para seguir creando. Sin embargo, la línea entre la inspiración y el FOMO (“fear of missing out” o “miedo a perderse de algo”) es taaaan delgada cuando hablamos de redes sociales, que corremos el riesgo de arrastrarnos por la corriente de este famoso río. 

Le pedía asombro. Que me arrojara una novedad cada tanto para saciar esta aparente hambre de fascinación y deslumbramiento, como si la vida no fuera ya lo suficientemente interesante y sólo me hiciera falta detenerme un segundito para ser testigo de lo milagroso en lo más ordinario. Tomar el celular cada diez minutos y automatizarnos frente a la pantalla como el símbolo por excelencia del descontento en nuestros tiempos.  

Y el inocente aparato, tal como me lo prometió frente al altar, me lo daba todo: entretenimiento, calma, reconocimiento, inspiración y asombro… pero me exigía también mi parte en los votos matrimoniales. El precio que noté estar pagando era mi paz mental, una buena parte de mi valioso tiempo, días de mucha confusión e irritabilidad, desconexión en mis relaciones y el mundo real, incapacidad para dormir, ansiedad por la constante comparación y sensación de no estar haciendo lo suficiente, retraso en mis proyectos por la procrastinación, entre otras joyitas. 

Así que durante un par de semanas me di la oportunidad de buscar vías alternativas para entretenerme, calmarme, reconocerme, inspirarme y asombrarme. Y las encontré. Encontré de nuevo el gozo en echarme a leer sin interrupciones, la maestría en sostener la incomodidad ante un nuevo reto, la suficiencia de tomarle fotos a mi vida sólo con la memoria sin necesidad de que alguien más valide lo que yo ya considero bello, la rebeldía de escribir y pintar sólo para mí, la sensación de autoestima al saber que no necesito compararme con nadie para saber de lo que soy capaz, el lujo de volver a meditar, de tomarme un té que dure una hora o de estar presente en realidad con la gente que quiero.  

¿Qué sigue ahora para mí con respecto al uso de las redes sociales? El cuestionamiento y la conciencia. Preguntarme cada que pueda: ¿por qué quiero postear esto?, ¿por qué quiero ver las historias de esta persona?, ¿por qué necesito abrir el Instagram en este momento?, ¿qué necesito en realidad?, ¿qué le estoy pidiendo al celular?, ¿cómo me lo puedo dar yo misma?    

Así, hasta que vuelva a experimentar de nuevo la toxicidad en la relación con esta pareja mía de pantalla táctil y tome mis maletas para embarcarme en el próximo detox. Porque seguramente pasará, porque soy humana y de eso está hecha la vida: de tropiezos y de levantares.