La tregua

La palabra autismo es una que todavía me recorre el cuerpo como una recién llegada indagando en el espacio cuál será el lugar que le corresponde entre los muebles que me han acompañado mudanza a mudanza, las tazas despostilladas que ya conservan el aroma del café entre sus grietas y las fotografías deslavadas por la humedad del puerto que nos acogió hace apenas cuatro años. Incluso en este texto, la palabra no se apropia todavía del estilo estandarizado y se queda con el vestido inclinado de las itálicas en lo que espera que yo consiga acomodarla en mi vocabulario cotidiano. 

Hace un par de meses nos dieron el diagnóstico de Emma, nuestra hija de práctiamente 15 años, quien no tardó tanto en reconocerse en la descripción de la terapeuta y sobre todo en las declaraciones de cuarenta y cinco segundos de sus coetáneos en TikTok. Bendita adolescencia a la que no le hace falta tanto estudio científico ni desmenuce informativo para creer, al menos, que se ha entendido algo al dedillo. Decirle a Emma que es autista fue verla llegar a casa, a una tribu de la que se le había arrancado al nacer y a la que ahora se acerca de puntillas, como queriendo encontrar su sitio otra vez en medio de todos los que ven y sienten el mundo como ella.

“No estaba mal mamá, no había nada raro en mí. Ahora puedo explicarme tantas cosas”, me dijo con alivio luego de la consulta con la especialista. 

Enterarme yo del diagnóstico, como su madre, fue en cambio verme envuelta en una vorágine de preguntas ante las que será preciso hacer acopio de toda la paciencia que no tengo para encontrar respuestas concisas. Neurodivergente, espectro autista, alexitimia, mutismo selectivo, disforia sensible al rechazo, enmascaramiento, todas ellas palabras que se me escurren entre los dedos de lo incapaz que me siento por asirlas y que incluso debo buscar en google una y otra vez para recordarlas. Palabras ajenas, advenedizas, prácticamente extranjeras. Palabras que un día me parecen huecas y al siguiente rebosantes de sentido, para vaciarse al otro día otra vez. 

Si las palabras son las que nos construyen, además de la vida, el propio cuerpo, entonces estas nuevas voces que me resultan a ratos impronunciables me irán habitando poco a poco la carne, las arterias y los huesos para transformarme en otra Marcela, una que arrulla y sostiene a su hija con todo el amor que es capaz de proveerle. Una Marcela que irá haciendo suyos estos nombres forasteros. Suyos hasta que de pronto, un día, se le cuelen sin miedo en las conversaciones con los demás y consigo misma como otros que de tan habituales ya no le suspenden el flujo del aire por una millonésima de segundo.   

  

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Estamos aquí de nuevo, en esta danza a la que acudimos frecuentemente ambas desde que Emma entró a la pubertad y al mismo tiempo se enfrentó al mayor duelo de su corta vida: una mudanza de ciudad. Yo tirando de los hilos con energía hacia el deber ser, hablándole con una firmeza que a ella le disgusta sobremanera sobre las tareas que ha descuidado, y ella tensando la cuerda hacia el lado contrario con la búsqueda frenética de su propia identidad, una que no se parezca para nada a la mía porque entonces terminaría perdiéndose a sí misma. 

Pero hoy es distinto. Ya hemos aventado la compostura por la ventana y elevado la voz en varias ocasiones en el pasado; sin embargo, hoy hay algo distinto en el ambiente y en el diálogo entre nosotras. Algo que me hace a mí callar por completo para escucharla a ella de verdad, con toda la presencia y atención que he conseguido reunir. Algo que la hace a ella arrojar al ruedo toda su verdad, sin guardarse absolutamente nada; desnudarse completa, por primera vez, para quedarse con su propia vulnerabilidad como único amparo. 

Aquí estamos las dos, sentadas sobre las montañas de ropa sucia que he separado en el suelo por colores porque es día de lavar, húmedas de lágrimas, de hartazgo en ella y de remordimiento en mí. Yo enmudecida, convertida en rompeolas para impedir el paso a cualquiera de mis impulsos de intervención lingüística o gestual que pudiera interrumpir el torrente confesional que desde la mudanza ha ido soltando a retazos aquí y allá, pero que hoy se ha convertido en el grito atormentado del náufrago que pide auxilio en una isla desierta. 

Antes de terminar exhausta sobre el montículo de ropa después de una hora, a Emma se le entrecruzan las palabras con el llanto y las respiraciones entrecortadas para intentar convencerme de que lo suyo no es algo propio de la adolescencia como todos hemos creído. “No tengo amigos mamá, no me gusta mi vida, no quiero conectarme a las clases, no estoy aprendiendo nada desde que estamos en pandemia, nadie me conoce, ¿y cómo me van a conocer si ni siquiera me conozco a mí misma? No aporto nada a la vida de los demás mamá, no soy como las otras niñas, nadie se da cuenta de lo que me gusta, ni siquiera yo sé qué es lo que me gusta. No es normal mamá, no es algo de mi edad ni de la pandemia, porque mis compañeros de la escuela también tienen mi edad y también están encerrados como yo y no les está pasando esto. Tienes que ayudarme mamá, yo tengo algo más, yo necesito ayuda. ¡Quiero tener amigos mamá!, ¡quiero tener amigos!, ¡por favor, ya no quiero sentirme así!”

Los corazones de ambas tiemblan, se nos doblan las rodillas, nos sostiene sólo el deseo de refugio en ella y de sabiduría en mí. Entonces la abrazo, me deshago en llanto como ella, sus lágrimas se confunden con las mías mientras le pido un perdón ahogado por no haber visto todo esto antes, por haber creído yo también que sus cambios de humor, su hipersensibilidad y su ansiedad social eran “cosas de la edad” y estragos propios del confinamiento. “Aquí estoy para ti hija, te escucho y te siento, vamos a buscar ayuda, puedes confiar en mí. Aquí estoy. Aquí estoy. Aquí estoy”, le repito sin cansarme como me he cansado ya con la maternidad en tantas otras ocasiones y como me sigo cansando de vez en cuando. Pero hoy no, hoy me siento fuerte para sostenerla y lista para extender mis alas aletargadas y llevármela hasta ese sitio que ella había buscado por tantos años sin que yo lo hubiera visto con tanta claridad como en este momento: un lugar en el cual sentirse perteneciente así como es, sin necesidad de convertirse en nadie más. 

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Adentrarme poco a poco en el mar de información sobre el autismo en las mujeres y la frecuencia del diagnóstico tardío a causa de la capacidad de las niñas para enmascarar sus síntomas al mimetizarse con sus pares en una sociedad que destina para ellas roles muy específicos, me permitió entender también que la depresión y ansiedad de mi hija son de las comorbilidades más comunes dentro del espectro. 

La culpa, el elefante rosa en la habitación de las maternidades mexicanas, me taladraba la cabeza una y otra vez con pensamientos como “¿Por qué no lo vi antes?”, “¿Qué me hizo falta darle?”, “¿Y si hubiera hecho las cosas de otra manera?”, “¿Soy una mala madre?” El autismo no fue tan desconcertante para mí como lo fue el diagnóstico de su depresión, quizá porque en lo primero yo no sentía tener injerencia alguna y en lo segundo sí me sentía sumamente responsable.

La bendita culpa. Esa que te susurra al oído historias de insuficiencia y te deja maniatada porque es experta en mostrarte el desacierto, pero jamás la salida. Entonces te paralizas, te haces bolita y quieres quedarte para siempre dentro de las cobijas para olvidar que ahora eres adulta y que se espera algo de ti, para volver a ser la niña que necesita cobijo y no la madre que requiere cobijar a alguien más. El discurso ensordecedor de la culpa te recuerda que no importa cuánto te esfuerces o qué tanto lo intentes, pues nunca habrá ánimos suficientes que alcancen a satisfacer expectativas inasequibles, como aquellas que te suministraron desde que eras una niña a través de la leche materna de la mujer que te alimentó con la misma utopía de convertirse en la madre perfecta. 

Y sin embargo, tu también creíste que lo serías. Desde antes incluso de concebir a tus hijos te imaginaste serlo todo para ellos, parirlos en agua y sin anestesia, darles teta y cargarlos en rebozo, llevarlos a escuelas montessorianas e inculcarles la lectura desde el vientre materno para hacer de ellos seres humanos felices y completos. Yo seré para ellos la madre que no tuve, pensaste, hasta que llegó tu hija mayor a mostrarte que una madre no moldea como creíste toda tu maternidad que lo harías, sino que únicamente acompaña y descubre con asombro al ser con el que anda una parte del camino. Madre lazarilla, no alfarera. Madre que contempla, no que domestica. 

¿Tu hija está deprimida? Seguro es porque tú no supiste hacer bien tu trabajo. Cuánta soberbia. Cuánta necesidad en las madres de ser las heroínas y, si acaso no lo conseguimos, convertirnos entonces en las víctimas. Hoy le agradezco a la pandemia el que haya puesto bajo el microscopio no solamente mi relación con mi hija, sino también las heridas que en cada una quedaban por cicatrizar. 

La adolescencia es el examen extraordinario de la maternidad, una oportunidad para aprobar los temas aplazados, y a mí me había quedado pendiente ver la humanidad en mi hija y en mí misma. La humanidad que me vino a mostrar su diagnóstico y los desequilibrios en la salud mental de ambas. Una madre ansiosa acunando a una hija ansiosa puede parecer un cuadro dramático, pero sólo a primera vista, porque si uno se acerca un poco más, le van apareciendo los pequeños resquicios por los que se asoma la luz de la vulnerabilidad; la que, si nos permitimos mostrar, nos conectará a un nivel mucho más profundo. 

Soltar la culpa y las expectativas de lo que debo ser como madre me ha permitido ver a mi hija como realmente es y celebrar cada centímetro de su existencia sin querer cambiar en ella absolutamente nada. Y en la andadura he descubierto que al abrazarla a ella me abrazo a mí, al comprenderla me comprendo a mí, al amarla me amo a mí. Mi hija es autista y, aunque a mí las etiquetas me sirven de muy poco, sé que a ella le reconfortan y le ayudan a nombrarse en un mundo en el que poco a poco irá encontrando su sitio y la confianza para regalarse la mirada amorosa de quien no le debe nada absolutamente a nadie. 

Me gusta verte crecer Emma de mi vida, y me gusta darme cuenta de que ya no me asusto cuando necesitas tu tiempo a solas para volver a tu centro. Me gusta ser testigo de tus descubrimientos y también de tus tragos amargos, los que, por más que me esmere, no podré jamás evitarte. Me gusta que me pidas que veamos Heartstopper juntas en la noche, que se te ilumine el rostro cuando en los bazares de segunda mano encuentras las prendas que buscabas para tus outfits fairy grunge y que me sonrías cuando me abro paso entre la chamacada prendida en el concierto de Cavetown para llevarte una botella de agua. Me gusta que te desveles los viernes esperando el nuevo episodio de The Owl House para poderlo comentar con tu amiga virtual que es igual de fan y me gusta escuchar entre sueños las carcajadas y los gritos eufóricos que se escapan a través de tu puerta cerrada. Me gusta ver cómo te conoces a tal profundidad, que tienes muy claro qué es lo que necesitas y estás aprendiendo a proveértelo desde esta edad tan temprana. Me gusta tu piel morena, tu cabello larguísimo y tu sentido del humor tan exquisito. Me gusta que me robes mis tenis y que me dejes robarme tus vestidos. 

Me gusta, sobre todas las cosas, que hayas confiado siempre en mí para expresar lo que sientes. Hoy, a la distancia, creo que aquello que flotaba en el aire ese día de octubre en el que me pediste ayuda, era la presencia de una tregua: la pausa que nos hacía falta a las dos para terminar de soltar, a ti la infancia y a mí la imagen de la madre perfecta, y recuperar nuestra verdadera naturaleza antes de que nos convirtiéramos en dos astros desconocidos en medio de una galaxia lejana.  

Ese día sobre la ropa sucia, hija, se me quedará en la memoria para revisitarlo cada vez que me pierda de nuevo. Y así, cada vez que me llames, espero estar aquí para ti, en la forma en que el Universo nos lo permita. 

*Recibimos el diagnóstico de nuestra hija Emma en febrero del 2022. En mayo de este mismo año estuve lista para escribirlo y hoy, en noviembre, lista para publicarlo con su autorización. Gracias siempre por leer.