Un té con el dolor

Acabo de terminar mi sesión de terapia y estoy llorando a mares. Qué difícil es tocarnos, volver al lugar donde nos sentimos desamparadas y empezar el arduo trabajo de la resignificación. 

Hay un tema en mi vida que tiene años doliéndome y del que aún no estoy lista para hablar con todo el mundo, sólo con mi gente más cercana, pero sí puedo y siento necesario hablar del impacto que tiene en mi vida, que al final de cuentas es lo más importante. He aprendido que lo que realmente importa no son las circunstancias o los hechos, no importa qué forma adquiere en este plano lo que nos hace sufrir, sino qué hacemos en el día a día con ese sufrimiento. 

Y en mi caso, este dolor se me cuela en mis relaciones con mi pareja, con mis hijos, con los demás e incluso con la vida misma. Me moldea a tal grado que dejo atada a mi esencia en una silla, pidiéndole que esté tranquilita, que no es momento de moverse ni de expresarse. Lo paradójico es que esa quietud que le pido para no sufrir, termina por dolerme aún más.  

Una vez escuché que Alejandro Jodorowsky le aconsejó este acto de psicomagia a una de sus pacientes que temía enfermar de cáncer como su madre: colgarse una pelotita a la altura del seno y a la vista de todo el mundo, para que cuando la gente le preguntara qué era eso ella les contestara “Es el cáncer de mi familia”. 

Esta imagen me ayuda a visualizar mi propio dolor, uno que aún no me atrevo a exponer, como el que seguramente muchos vamos cargando en el mundo: mientras caminamos por las calles transitadas, vamos al supermercado, nos subimos a un avión, pagamos la luz en la fila del banco o nos emborrachamos con los amigos en el próximo cumpleaños. Ahí va con nosotros todo el tiempo esa bolita escondida en el pecho, que de tan cómoda y familiar ya hemos adoptado como parte del cuerpo. 

Mi bolita no está expuesta pero pesa, me cansa, me agota y me drena. A veces la olvido y pueden pasar días e incluso meses en las que no la recuerde y me sienta perfectamente bien sin notar su existencia, pero otras hay algo que me la recuerda y entonces regreso a verla de frente, a sopesarla e incluso a acariciarla con la fuerza del llanto y de la desesperanza. 

Me he preguntado tantas veces si esa bolita estará ahí toda la vida conmigo, si me acompañará hasta el final de mis días o si llegará ese instante mágico en que pueda disolverla. La verdad es que no consigo dar con la respuesta. Lo único que sé es que hoy la llevo conmigo y que con cada recuerdo de su existencia vuelvo a tocar ese dolor que me paraliza por dentro. 

¿Tú cargas con algo así? ¿En qué parte del cuerpo sientes ese peso? Yo lo siento en la garganta tan nítidamente que casi casi puedo tocar a mi bolita con el simple acto de acariciar mi cuello. Ahí se aloja mi dolor y tengo poco tiempo de haberme dado cuenta, como también tengo poco tiempo de verlo con más compasión. 

No sé si me iré de este mundo con mi bolita intacta o al menos con una reducción significativa en su tamaño… y creo que quiero dejar de preguntármelo. Por el momento quiero palparla y preguntarle a ella lo que ha venido a mostrarme. Ansiar menos cuándo llegará el bendito instante en que se vaya de mi vida e invitarle una taza de té para que me cuente lo que me quedó pendiente sentir. 

Quizá todo este tiempo he estado equivocada con respecto al dolor. Quizá no se trate de un enemigo al que sea imperioso huirle para estar en paz, sino que la paz consista precisamente en abrirle la puerta y reconciliarme con mi humanidad. 

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