Al ritmo ideal

Tengo años peleando con el tiempo. Sintiéndolo escurrírseme entre las manos, derritiéndose como un trozo de mantequilla en el sartén caliente, escapándose de mis días y burlándose de mis insomnios durante las noches, jugando a las escondidillas, susurrándome al oído que no importa cuánto corra, no seré capaz nunca de aprisionarlo en la jaula de mis pretensiones. 

El tiempo. Escurridizo, veleidoso, casi etéreo. Me he enemistado tantas veces con él que ya he perdido la cuenta. Le he reclamado que vaya lento, que se apresure y también que se quede para siempre como está. He querido que se someta a mi pauta e igualmente me he quedado sin aliento con el afán de perseguirlo sin esperanza alguna de alcanzarlo. 

Hace un par de meses descubrí que tengo hipotiroidismo, y los síntomas más intensos en este maravilloso cuadro de mensajes de mi cuerpo han sido la ansiedad y la fatiga. Me he pasado varias tardes recostada en la cama, sin la posibilidad de levantarme por la falta de energía, y en la pausa he encontrado por fin la ocasión para preguntarme: ¿a dónde vas con tanta prisa Marcela? 

Lo que hasta ahora me he respondido no tiene tanto que ver con metas inalcanzables, proyectos unos encima de otros o apuros sin fundamento, sino con esta sensación abrasadora de que ya voy tarde. ¿A dónde? No lo sé, pero presiento que a ese oasis que todos buscamos desesperadamente al creer que vamos muertos de sed en medio del desierto, incapaces de advertir la corriente del río en nuestros pies. 

Voy tarde a la manifestación de mis sueños más íntimos, a la cicatrización de mis heridas y al placer sin reticencias que intuyo se vive al haber alcanzado la libertad. Tarde a esa posibilidad que imagino de mí misma y que, por cierto, siempre está en el futuro y nunca en el hoy… y la brecha entre ambos tiempos, ahora lo entiendo, no se acortará nunca con la prisa. 

Mi tiroides me colocó a la altura de la vista el clamor oculto de años atrás: Espérame vida, no te me adelantes que me estoy quedando atrás. El tiempo se termina y no hay suficiente que alcance, así que le ruego a los días que transcurran lento y me den oportunidad de ponerme al corriente. Mi cuerpo, obediente, se ralentiza.

Me ha llegado la hora de parar o, mejor aún, de hacer las paces con la lentitud. Hace tiempo que me construí un estilo de vida sosegado, pero por dentro me seguía hirviendo la sangre de impaciencia. Y ha sido el pulso de mi generoso cuerpo el que me ha mostrado que si no quiero todo lo que hago en el tiempo que tengo hoy, no habrá tiempo que me alcance para hacer todo lo que quiero. 

Esa brecha entre el futuro y el hoy, entonces, se abreviará con mi aceptación absoluta ante la suficiencia de lo que ya soy. No hay a dónde ir, porque ya estoy. Y si decido andar, que sea con la certeza de que el camino se irá desenvolviendo al ritmo ideal: el de mis propios pasos.    

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