Aprender a celebrarnos

¿Por qué es tan difícil celebrarnos a nosotras mismas? Somos buenas para festejar a los demás, para aplaudir los logros de los hijos, la pareja, los amigos… pero a la hora de reconocer los propios siempre hay algo que falta: algo que no quedó bien, algo que pudo haberse hecho mejor, algo que no es suficientemente bueno. 

Solemos ser rápidas para admirar (y a veces hasta envidiar) los resultados de todo el mundo, pero cautas cuando se trata de elogiarnos nuestro propio esfuerzo, porque siempre termina por estorbarnos esta sensación de insuficiencia. 

Después de meses de mucha fatiga, mal sueño y rachas de ansiedad en los que varios de mis días se caracterizaban por espacios en blanco en mi agenda, comida ordenada a domicilio y siestas prácticamente a diario, por fin conseguí en septiembre tener semanas más productivas. (Sentí yo misma el ansia en ese “por fin”).  

Había transcurrido ya más de la mitad del mes cuando me di cuenta de que mis días brillaban por el amarillo fosforescente del marcador con el que subrayo las tareas cumplidas y yo no me lo había reconocido, mucho menos celebrado. Hasta ese momento las había “palomeado” en automático, pero por ahí del veintitantos tomé consciencia de esta buena racha que venía añorando meses atrás. 

Entonces caí en la cuenta de algo: ¿por qué soy capaz de recriminarme y sentirme culpable con los días “malos” (otra vez etiquetando, Marcela) y no puedo festejar estos días en los que me siento tan bien conmigo misma y mi cuerpo está dispuesto para el proceso creativo? ¿Por qué me reprocho cuando no tengo la energía para hacer la comida y no me trato como una reverenda reina (que lo somos, manas) cuando cocino sendas lentejas y el pescado a la plancha?

Por lo tanto, observé con toda la atención que fui capaz de reunir esas páginas de la agenda en septiembre, como si quisiera tomar una instantánea para colgarla en algún muro de la memoria para que no se me olviden estos días donde conseguí hacer todo lo que visualicé el día anterior, donde mi cuerpo estuvo energético y yo actué de acuerdo a sus necesidades, donde escribí, caminé en el cerro, medité, escuché a los míos y experimenté al regocijo correr por mis venas.  

Y sí, quiero observarlos de cerca para celebrarme con palabras de apapacho y reconocimiento, pero también quiero vivirlos con consciencia sobre todo para que cuando lleguen otra vez estos días en los que sólo quiero dormir, leer y ver Netflix, entender que de esto se trata la vida: de aceptar sin resistencia cada una de las maravillosas y necesarias fases de mi ciclicidad. 

Que la luna se hincha de satisfacción cuando es momento de brillar, pero no tiene pensamientos de desvalorización cuando le llega el día de menguar y mucho menos se recrimina si lo que toca es oscurecerse del todo. 

Y así la flor, el árbol, la hormiga, la Tierra misma. Florecer y dar todo de sí misma cuando las condiciones se prestan para ello, pero darle igualmente la bienvenida a la pausa cuando el cuerpo o la mente nos solicita aquietarnos. Que a veces es momento de crear y otras veces es momento de convertirnos en la mujer que creará lo siguiente. 

Quiero celebrarme en ambas fases: en la laboriosa y en la de hibernación, en la dinámica y en la pausada, en la del brillo y en la de introspección. Celebrarme es aceptarme en cada uno de los momentos que la vida propone, porque no es posible vivir en uno solo todo el tiempo y tampoco es sostenible continuar con la exigencia cada vez que he llegado a una meta, por más pequeña que ésta me parezca. 

Pausar con orgullo y la certeza de que habrá tiempos para la diligencia, y celebrar los productivos con el recordatorio de que luego vendrán días para el sosiego. Esto, justo en esta etapa de mi vida, es en definitiva mi definición personal de lo que significa la paz.  

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