Puente, no camino

Apenas me he enterado de que has venido a crecer en mi vientre y ya me he formado un montón de expectativas sobre ti. Las primeras, inocentes, fruto del contagio cultural del que es prácticamente imposible desentenderse: ojalá tenga tus ojos y mi color de piel, ¿te imaginas que sacara a su tío en la apreciación musical?, ¿niño o niña?, lo que sea, mientras venga con salud. 

Y poco a poco, mientras vas creciendo ya en tu vida extrauterina se me van colando sin que me dé cuenta todas aquellas esperanzas que también albergaba en algún resquicio del inconsciente: desde un duermes plácidamente toda la noche, te gustan las frutas y verduras, no haces berrinches como los otros niños, dices gracias y buenos días… hasta llegar al punto en el que sólo hay un retorno posible: “eres justo como te he imaginado para que yo sea feliz”. El retorno a la conciencia de que en realidad nunca fuiste mía y que lo único que poseí fueron todas esas esperanzas que nada tenían (¡qué bueno!) que ver contigo.  

La conciencia de que como madres somos puente y no camino. El puente de tu vida de ángel a la vida terrenal, del sostén seguro de un hogar acuoso a la incertidumbre del mundo donde es preciso soltar para volver a inhalar; de los brazos de una madre humana, que falla y acierta y luego falla otra vez, a tus propias alas para caerte y volver a volar. Varios años me tomó entender que si me escogiste no fue para trazarte una ruta, sino para enseñarte a ser libre de esbozar la tuya. 

Y al liberarte de mí misma voy liberándome también de mi propia madre, cuyo camino yo misma, a falta de otra guía, me esmeré todo este tiempo en recorrer. Andar los pasos que ella anduvo me pareció lo más leal que una hija podía hacer por la madre que ya no está, pero mientras me mantenía fiel a su recuerdo, iba pidiéndote a ti también lo mismo sin entender por qué me tropezaba una y otra vez en el intento. 

Puente, no camino. Los pasos de mi madre son sagrados pero no son los míos, como tampoco quiero que los que yo transite te sirvan a ti de pauta. Quiero dejar de ser tu guía para decirte por dónde hay que caminar y, si acaso, acercarte mi farol para que tú misma decidas las veredas que quieres construirte. Quiero conocer tus propios descubrimientos, que me cuentes por dónde has soñado andar y maravillarme con cada uno de tus hallazgos. Quiero estar ahí cuando te caigas para que me cuentes todo eso que te duele y lloremos juntas, y quiero estar también cuando te levantes y celebrar lo distintas que somos y la fortuna que nos ha dado la vida de coincidir. 

Gracias por ser mi puente para venir, mamá, no te debo tu andadura. He sido privilegiada por ser el vínculo entre tú y la Tierra, hija, y estaré feliz de que tu sendero no se parezca para nada al mío… o al que yo imaginé para ti.