Metamorfosis

Por Yely Castillo 

  1. LA ORUGA

El calor invade la atmósfera húmeda, siento ese olor característico del mar lejano, de agua que se cuela por los rincones de esta ciudad, puedo ver cómo las gotas de sudor bañan los rostros de los niños que danzan a mi alrededor. A lo lejos se oye una marimba, las notas de esa música festiva que no puede faltar en Villahermosa, tierra de cacao, de gente sonriente, de fiesta. Trato de encontrarla con la mirada entre el bullicio y las notas que se elevan más en el aire; ahí está, por fin la reconozco, está dando vueltas montada en el caballo blanco del carrusel, su vestido azul impecable hace que resalten sus ojos color de alegría. Nuestras miradas se encuentran y sonreímos.

¡Hola pequeña!

¡Hola! Hoy te has tardado en llegar...

Sí Tita, lo sé, me costó mucho esta vez llegar hasta aquí pero lo logré. Hoy te veo diferente, ¿pasó algo importante?

Sí, tú estás aquí, ¿me abrazas? Me gustan tus brazos, son cálidos y siempre me siento segura en ellos, tanto que no tengo miedo ni siquiera a hacer travesuras si me lo propongo.

La miro de reojo y se ríe, nos reímos al unísono por unos minutos, me acerco, la abrazo y le susurro al oido: “Jamás te abandonaré, aquí estaré siempre para protegerte”. Su olor de fresas se impregna en mi ropa, es más bien como si flotara en el aire, sutil, dulce. 

Tita se separa de mis brazos y me ve como si fuera un adulto el que viviera en ese cuerpo infantil y me responde: “Te tardaste mucho, pero fue el tiempo necesario para que supieras que estaba aquí y pudieras encontrarme”.

Súbitamente todo se desvanece a mi alrededor, y por un momento no ubico dónde estoy hasta que abro los ojos. Veo a mi alrededor, trato de enfocar, aún veo todo bajo una neblina gris, estoy asustada pero regreso a la calma cuando por fin compruebo que estoy en casa; siempre es la misma sensación cuando me escapo a verla.  

Me quedo tumbada en la cama por un tiempo, el necesario para asimilar mis emociones. Las lágrimas se escapan de mis ojos y ruedan incesantes, son como un río que se hubiera desbocado de su cauce, no me resisto y me permito llorar. 

Tengo 49 años, más de 30 buscando respuestas, creyendo haberlas encontrado, pero hasta hoy puedo confirmar que al fin las descubrí. Revisé un sinfín de veces mi pasado, uno en el que encuentro lugares oscuros, pero otros multicolores, vivencias divertidas y únicas, otras que me lanzaron al fuego para después renacer. 

¿Qué busco?, me pregunto un día. ¿Realmente quieres la verdad? Sí, me contesto, sólo así podré seguir. Y un día, sin habérmelo propuesto lo descubro, descubro mi verdadera historia, compleja, así como lo he sido yo, una madeja de emociones heredadas que se hilaban desde mis ancestros: abandono, tristeza, lucha, soledad… ahí, ese día me prometo romper esas cadenas, encontrar ese árbol hueco del que las generaciones de mujeres de mi linaje salieron al mundo con tanto por sanar.

Soy la respuesta, soy la oveja negra de este rebaño que tiene tatuado en su ADN la cura, la elegida para darle paz a mis mujeres pasadas y a las futuras, ellas me escogieron para ser la guerrera que no perece, que se levanta adusta y orgullosa y remueve las entrañas que duelen y las sana.

Mi camino empezó ahí, ese día, y prometí buscar a esa niña, la única que me ayudaría en mi empresa: mi niña, aquella que dejó lo que más amaba, aquella que creció sola, aquella que lo único que quería era sentirse protegida; yo la salvaría primero a ella.

2. LA CRISÁLIDA

Estoy sentada en la arena, tibia, blanca y brillante, tal parece que hubieran pequeños diamantes por toda la playa. Estoy ahí sólo sintiendo la fuerza de las olas, saboreando la sal que deja el viento en mi boca, es mi lugar seguro, el que construí cuando la realidad me sobrepasaba, ahí acudo para despejar mi mente, estar en paz. En este remanso de paz fue otro de nuestros encuentros, sentada en ese espacio súbitamente sentí una presencia peculiar, sabía que no estaba sola, y sin saber cómo al siguiente segundo ella estaba a mi lado, sentada en la misma posición que yo. La miré, me miró y su rostro se iluminó al verme:

¡Eres tú!

¡Sí! han pasado algunas semanas Tita.

No querías verme, ¿verdad? Duele encontrarme ¿no?

Yo sólo pude asentir con la cabeza.

Nadie tiene la culpa, me dijo Tita y prosiguió: ella hizo lo mejor que pudo con lo que tenía, nunca se dio cuenta que sufríamos. Ella tenía muchas cosas que resolver sola, y nos dio lo más que pudo. 

Tita… yo no lo sabía, más bien mi dolor no me dejaba entender eso, pero lo estoy intentando, ya no quiero sentirme sola.

Lo estás haciendo muy bien, si no, no me hubieras encontrado nunca.

Tita tú fuiste la que llegaste, yo no hice nada… 

Lo hiciste tú, créeme, estás en nuestro lugar mágico.

Sí Tita, tienes razón, y ¿sabes?, tengo tantas cosas que decirte… 

¿Como qué?, y me hace una mueca enseñándome la lengua.

Yo me quiero reír por un momento, pero es más grande el nudo que siento en el pecho, así que opto por respirar hondo y profundo para evitar llorar... y continúo: Que me perdones por abandonarte, por no haberte cuidado, por haber tomado malas decisiones para las dos, por herirte… 

En ese momento Tita me miró, levantó mi cara con sus manitas y me dijo: “Tienes que perdonarte también, ya estas aquí y hoy se empiezan a cerrar esas heridas, hoy comenzamos a transformarnos, despacio, el tiempo que sea necesario”.

Nos abrazamos y me quedo con ella por un rato, me despido y regreso con el sonido de la alarma de mi celular, siempre tengo que tenerla después de una meditación profunda, de lo contrario no sabría cómo volver.

Me siento liviana como esas plumas de las almohadas que tenía de pequeña y que salían disparadas cuando armábamos guerra de cojines con mi hermana. Así me siento: una pluma que de repente fue aventada al aire con tanta fuerza que se mueve en el espacio como si hubiera sido presa de un remolino.

Cuando decidí empezar a meditar fue durante la pandemia, para no volverme más loca y porque mi nivel de ansiedad era tan alto que el cabello se me caía a mechones en la regadera, mi cerebro colapsó dos veces y tenía la cara irritada, parecía una granada abierta. Así que primero empecé unos minutos, después ya podía diez, hasta lograr treinta. 

En esa soledad, empezaron a venir a mí memorias olvidadas, encerradas en un baúl con candados y llave, pero que como caja de Pandora, se abrió un día para darle paso a todos mis demonios, los grandes, los gordos, los feos y los chiquitos y empezó mi viaje al re-descubrimiento. Precisamente en uno de esos viajes la encontré en el espacio que había creado en mi mente para desconectarme.

Desde entonces acudo a ella para que las dos hablemos de lo que dejamos de hacer, de los sueños que no cumplimos, de lo que los demás esperaban de nosotras y nunca hicimos, de la soledad, del dolor pero también del amor, de las hermosas vivencias que nunca hemos olvidado, de los cuentos de los abuelos, de cómo olía la casa cuando ella cocinaba, de lo que hemos logrado, de lo aguerridas que hemos sido y que nos ha ayudado a ser lo que hoy somos.

3. EL VUELO DE LA MARIPOSA

Las mariposas son insectos que desde pequeña me han parecido fascinantes, y de alguna forma siempre hay una en mi vida, en forma de dije, arete, pulsera, estampado, etc. Las personas que me conocen saben muy bien que me identifico con ellas, tal vez sea porque mi vida siempre ha sido cambiante, me he transformado en cada una de mis etapas.

Recuerdo cuando vivía en mi primer casa en Monterrey, cuando salía a la cochera y era tiempo de migración de mariposas, siempre había varias revoloteando. Un día el señor que me ayudaba con el césped me dijo: “Cada vez que usted está por aquí las mariposas se acercan”. Me pareció mágico su comentario. Después de algunos años, cuando perdí a mi primer bebé, decidí tatuarme una mariposa para recordarla siempre; llegó muy breve a mi vida y voló, pero me dejó un enorme regalo: “fortaleza”.

Años después, cuando fue la ceremonia de vida de mi hija Zoe, la organicé en la playa y la sacerdotisa le regaló una mariposa viva que liberamos y se posó por mucho tiempo en su pequeño brazo. Para mí fue la señal de aquel bebé que no pude tener en brazos y que me decía que ahí estaba con nosotras. Y para mi sorpresa, varios invitados le regalaron mariposas en diferentes formas.

Este símbolo mágico de Tita y mío nos ha acompañado siempre, pero no había entendido tanto su significado hasta que tuve una de las pláticas con ella que se suscitó de esta forma:

A veces te veo cuando vienes aquí y, ¿sabes lo que veo?

No Tita, ni siquiera me lo imagino.

Ya no veo a esa mujer de ojos tristes y lejanos, no siento tu corazón cansado. Te veo y por alguna razón sé que te estás transformando… 

¿Transformando? Sólo no me digas que en un sapo... y suelto una carcajada que dura unos minutos, mientras Tita trata de aguantarse la risa y al final de nuevo acabamos riendo las dos.

¡No! Te estás transformando en lo que realmente eres: un ser con mucho amor para dar.

Sí Tita, también lo siento así, fue un camino muy largo para darme cuenta que necesitaba volver a tí, amarte y reconciliarme contigo para poder soltar y amarme. Tita sonríe, sus ojos son brillantes y responde:

“Ahora somos mariposas, podemos volar muy lejos, hasta donde queramos, seguramente habrá más que hacer, pero por ahora somos libres.” Yo la abrazo y siento cómo algo intenso crece en mi pecho, empiezo a percibir un aroma de lavanda en el ambiente y poco a poco regreso a mi habitación.

Escucho unos pasos acercándose a mi puerta, es mi hija que la abre y me pregunta qué hago. La miro, le digo que se acerque, la rodeo con mis brazos y le susurro al oído “Nunca te abandonaré, siempre estaré para ti; algún día ya no estaré en este plano físico pero siempre me tendrás aquí en tu corazón y cada vez que veas una mariposa cerca seré yo que te está cuidando”. 

* Yely fue alumna de mi taller de escritura “Cuéntatelo otra vez” y su texto fue seleccionado por sus compañeras para ser publicado en mi blog.