La mujer que fui

¿Cuántas vidas son necesarias para vivir realmente? Para sentir que estamos vivos, que no somos solamente un amasijo de células que de forma arbitraria se reunieron para construirnos la carne y las arterias, sino que hay una fuerza que nos sostiene más allá de la osamenta y de la responsabilidad de buscar la comida para el día siguiente. 

¿Cuántas vidas harán falta para que nos atrevamos a vivir? Trascender la simple inhalación y la exhalación propia del cuerpo y habitarnos de forma profunda y consciente en cada respiración. Habitarnos no solamente dentro de nuestros límites, sino reconocer que jamás existieron tales fronteras. Habitarnos el Universo. Habitarnos la Luz. Habitarnos la Vida. 

Dejar de sobrevivir y volver a los ojos de la niña que se asombra hasta la médula lo mismo con el hormiguero que con la muerte. Los ojos para los que no existe el tiempo, sólo un apuro infinito por andar, por descubrir, por experimentar. Los ojos que aún no saben de diferencias ni de confines. Ojos nuevos, que luego de envejececer y morir han de renovarse otra vez para repetir una y otra vez la misma historia… ¿cuántas veces? 

Hace unas semanas viví una regresión a vidas pasadas con la maravillosa Lety Segundo, en la que descubrí que en alguna vida fui una mujer que perdió a su único hijo y que se encerró en sí misma para proteger con su silencio su dolorosa historia. Era una mujer con una voz privilegiada, que de vez en cuando cantaba y bailaba en las fogatas que se encendían en su pueblo para las celebraciones nocturnas. Cantar era su pasión y muchas veces soñó con irse de la pequeña aldea para abrirse camino… pero decidió quedarse. Quedarse y callar, después de la muerte de su hijo.

Sí, muchos de los miedos que experimento en esta vida encontraron una conexión lógica con aquella experiencia de mi alma: miedo a la muerte, miedo a abrirme al amor, miedo a expresarme, miedo al juicio, miedo al rechazo, miedo a sentir, miedo a la abundancia, miedo al abandono, miedo a sufrir… ¿Pero acaso no son estos miedos los de toda la humanidad? En una forma o en otra, en una intensidad o en otra, pero resumidos todos en uno solo: miedo a vivir. Dejar de andar a tientas y dar pasos firmes por el miedo a perdernos, a quedarnos desdibujados en medio de tanta angustia porque por más que lo intentamos, no encontramos la paz. 

No son miedos míos ni tuyos, son los miedos del mundo, de los que me apropio porque estoy sumamente identificada con el mundo, con el dolor, con el cuerpo y la mente que obviamente soy… pero que no es lo único que me conforma. Olvido que también soy esta parte inmutable para la que no existe ni la dualidad ni el desconsuelo. Esta parte tan despierta al nacer y que nuestra mente va poco a poco ahogando con el paso del tiempo. Este ahogo por el que, según esta teoría de vidas pasadas, hemos de volver para desahogar. 

La vida es sufrimiento, muerte y destrucción, pero igual es paz, consciencia y luz, porque nosotros mismos lo somos todo también. 

Entiendo que en cada vida hemos de venir a concretar lo inconcluso, a reparar lo fracturado, a abrazar lo ignorado… ¿pero al final del día no se reducirán todos los aprendizajes pendientes en uno solo? Aprender a vivir. Soltar la cautela y vivir con todo lo que implica. Vivirlo todo: la luz y la sombra, el dolor y la dicha, la angustia y la calma. 

¿Cuántas vidas de quedarnos y callar hemos de andar para animarnos por fin a cantar?