dejarse caer... como hacen las hojas

¿Acaso no es la rendición a lo que nos invita la naturaleza en esta época?

En esta esquina del país seguimos atrasando el reloj una hora apenas se asoma noviembre, así que la luz rasga el manto azabache mucho más temprando de lo habitual. Escribo esto a las 5.20 am frente a la ventana de mi habitación, a través de la que contemplo los cerros oscuros y el cielo que se va pintando de colores ante el inminente arribo del sol. 

Primero un azul marino, luego uno índigo, un ultramar, un cobalto… hasta convertirse en un degradado de un cerúleo con un durazno que delinea el cerro con absoluta precisión. Un azul acero con salmón claro, un azul grisáceo con amarillo pastel. Así, tras el transcurso de la primera hora de la mañana en que el cielo ya hizo gala de su amplia gama de color, aparecen los primeros rayos del sol que estuve esperando un día más mientras escribo esto en mis piernas a falta de un escritorio propio en la nueva casa, porque así me ha sorprendido el alba en las últimas semanas. 

Tengo varios días con la bruma envolviéndome al mundo, con subidas que no se sostienen y bajadas que duran mucho más. Al principio me resistía a dejarme caer, pero llegó el momento en que comprendí que justo el desplome era lo que me estaba pidiendo la vida para ir hacia dentro y averiguar qué era lo que me estaba pidiendo a gritos morir.

Estamos tan condicionadas a plantarle una buena cara a cada experiencia, que quedarse en la cama para vivir un duelo nos parece que raya en lo absurdo, pero a veces es lo más necesario si es que queremos comprender de dónde viene esta incomodidad que nos impide conectar con la inspiración con naturalidad. Comprender para abrazar, reparar y seguir adelante.

Tenemos miedo de que si nos dejamos sucumbir, entonces no nos levantaremos jamás, cuando las pausas y las indagaciones en el mundo interior resultan vitales para crecer. ¿Acaso no es la rendición a lo que nos invita la naturaleza en esta época? Caen las hojas, se oscurece la Tierra, mueren los árboles, palidecen los campos… la decadencia es inminente hacia todos los rincones a donde posemos la mirada. ¿Por qué no habría de morir yo también de vez en cuando si estoy hecha de los mismos ciclos que la naturaleza?

Dejarme caer en estos días de extrema melancolía me ha dejado el sabor de boca agridulce de las despedidas. Dejar que las estructuras que me sostenían se derrumben, que las creencias en las que construí un día mis certezas se desmoronen y que la mujer que fui durante los últimos años prepare la tierra con su propia muerte para sembrar a la que vendrá después de ella.

Con esta crisis existencial me he permitido recordar que ser vulnerable es mi mayor fortaleza y que si me niego a sentir el dolor, entonces me estaré privando de sentir también el placer. Me he invitado a confiar en el proceso y en que así como la vida es vida porque existe la muerte, soy capaz de experimentar gozo porque he conocido de cerca la pena. La Tierra me lo susurra cada que llega el otoño, que la marea baja, que cae la lluvia o que la luna mengua: todo cambia, esto también pasará y quizá me lo encuentre de nuevo a la vuelta de alguna esquina en el trecho que me quede de vida.

Por eso, desde hace un par de semanas no falto a mi cita con la aurora: vengo por mi recordatorio diario de que la naturaleza de la Tierra es la oscuridad, y que cuando parece que la noche es más impenetrable, está a punto de llegar la luz.

Gracias siempre por leer.

Con todo el amor, 

Marcela otoñal.