la cápsula del tiempo

Un timbre postal de la última carta de su amiga que se fue a vivir a Michoacán, un poco de arena de la playa prístina de la Baja Sur que enfrascó en un tubo de ensayo, la cajita en forma de corazón que le sirvió tantas veces para escuchar esa música mágica. La Marcela de once años fue colocando poco a poco los objetos con suma devoción en el recipiente de latón de las galletas de mantequilla que su tía Emma les trajo de Los Ángeles en su última visita. 

El otro día escuchó en un programa de tele acerca de las cápsulas del tiempo y la idea le voló la cabeza. El paso de los años y la impermanencia es un tema que siempre le ha apasionado, así que le pareció una excelente idea enterrar esta caja al pie del yucateco frente a su casa para, unos años después, volver a buscar esos tesoros que ahora creía tan suyos y tan simbólicos de su esencia de niña sensible y melancólica. 

¿Qué sentiría al abrir esa caja oxidada por el tiempo luego de unos, digamos, diez años? ¿Cómo sería ella misma a los veintiuno? ¿Se vería ya como una señora como las que observa con curiosidad en los bancos donde su madre hace los depósitos o en las cajas del supermercado? La idea de encapsular el tiempo le entusiasmaba y maravillaba cada vez más. 

Al terminar de reunir todos los objetos se escribió a sí misma una carta para colocarla también en aquel recipiente redondo, como en el que su abuela acostumbraba guardar sus hilos de miles de colores. En la misiva se dijo muchas cosas que luego olvidó, pero justo esa era la idea, para que cuando volviera a leer se sintiera realmente sorprendida, como si una voz del más allá hubiera venido a decirle unas palabras con cariño. 

Marcela vivió su vida, anduvo el camino que se iba trazando, primero con candidez y luego con un poco más de conciencia, voló del nido, se convirtió en adulta y borró de la memoria aquella hazaña de su niñez. 

Muchos años después, cuando el yucateco corría el riesgo de ser sacrificado porque sus raíces estaban levantando el piso de la casa que había dejado de sentir suya, recordó la cápsula del tiempo. Decidió acudir al adiós de aquel ser monumental que les cobijó tantos instantes en la infancia a ella, sus hermanos y sus vecinas, para despedirse, pero también para rescatar aquella caja de latón que seguramente estaría irreconocible luego de más de tres décadas bajo el oscuro y húmedo amparo del subsuelo.  

Al escarbar, el tesoro ya no estaba ahí. 

Removió la tierra en todos los rincones que pudo recordar; después de todo, su memoria nunca había sido precisamente privilegiada y quizá estaba confundiendo el lugar en el que lo había enterrado con apenas once años encima. Nada. No había nada en ningún sitio. A la cápsula del tiempo se la habían devorado los mismos años. 

En el trayecto de regreso a su casa frente al mar, con la decepción todavía a cuestas, cerró los ojos un momento y sintió en el cuerpo estas palabras como venidas del más allá. “Querrás encajonar al tiempo, envolverlo en papel estraza como envuelves tus crayones de cera para que no manchen el resto de tus útiles en la mochila, pero llegará el día en que descubras que el tiempo no es como esos colores. El tiempo es como el océano: inasequible, misterioso, inabarcable. Al tiempo, como te darás cuenta llegado su momento, es imposible encapsularle”. 

“La cápsula del tiempo” es un cuento corto que surgió en una de las sesiones de escritura en mi comunidad “Pero primero, escribo” en Patreon. Si quieres sumarte, puedes hacerlo aquí.