COBIJO EN LA FRONTERA

Tacos, tamales, sodas, papitas, hot cakes, hamacas, cobijas, macetas, cigarros, guitarras, café de olla, chicles, churros acanelados, seguros de auto, bolsas, rompecabezas, alcancías… pásele a la frontera más transitada del planeta: Tijuana-San Ysidro, donde unos hacen fila en su auto para trabajar, estudiar, ir de compras o simplemente a pasear del otro lado y otros se ganan la vida en esta esquina del país donde el asfalto ardiente es el único suelo fértil para sembrar las esperanzas. 

Como Armando, de unos veintitantos años, que se acerca al carro para ofrecernos burritos de chicharrón, huevo con chorizo, frijol con queso o carne deshebrada, asegurándonos que son los más buenos de esta zona atestada de locales de comida y artesanías que todos los días hacen su agosto. Cuando le pregunto cómo se llama el puesto para el que trabaja, saca a relucir sus dientes de plata con la carcajada que acompaña a su respuesta: “Se llama El hocicón”. Me cuenta que hace ocho años llegó de Durango y tiene el mismo tiempo trabajando aquí porque le va bastante bien con las propinas y los veinticinco centavos que se gana de cada burrito que vende. “A veces sí junto los 20 dólares diarios”, dice con orgullo acomodándose el sombrero con el que intenta protegerse un poco del sol abrasador de la frontera norte. 

El ruido de los motores encendidos se mezcla con las ofertas de los vendedores ambulantes, el eco de los pedidos entre los automovilistas, “¡Llévale la salsa al Focus gris!”, “Ahí te encargo la feria para el compa de la Tacoma”, y las complacencias musicales de todo tipo: “Yo romperé tus fotos, yo quemaré tus cartas, para no verte más, para no verte maaaaaaás”. Así como se mezclan los orígenes y las lenguas en este pequeño universo en el que muchos se estacionaron cuando venían del sur con un sueño bajo el brazo y se toparon de frente con la intransigencia. Aquí en la romería, al menos, se cobijaron la impotencia con un poco de hermandad. 

“Se me acabó el agua para terminarles el carro compadre”, le dice don Carlos al vendedor de coricos y tortillas que hace su propia lucha ya casi al final de la fila para cruzar la garita. “Agarra de aquí mano, toda la que necesites”. Entonces este hombre que nos lava el auto como si se le fuera la vida en ello le agradece al buen samaritano y con algo del obsequio se refresca el rostro rugoso y la cabellera ya prácticamente blanca por sus, le calculo, casi sesenta años. “Está duro el calor”, le dice David y le ofrece una botella de agua. “A mí este calor no me asusta patrón, yo soy de Mazatlán y viví muchos años en Mexicali, imagínese”, y nos reímos los tres. “Está como el chiste del paisano que llegó al infierno y le dice al diablo: ‘está muy frío aquí diablito, ¿no tienes una cobijita?’ ‘¿pos de dónde eres?’ ‘¡De Mexicali!’”

Rompemos en una carcajada porque sabemos de lo que habla y la tierra, que se encarga siempre de unir a las almas viajeras, vuelve a hacer de las suyas entre nosotros y don Carlos que nos cuenta que trabaja por puro placer porque sus hijos le mandan dinero de Estados Unidos para todo lo que necesite. “A mí me deportaron, ya se imaginarán ustedes por qué”, ríe otra vez. Le pregunto cómo es la vida en Tijuana e imagino que recoge el sentir de todos los migrantes cuando me contesta: “Es dura, señora, bien dura. Pero bendita Tijuana, porque aquí se puede salir adelante y hay mucha gente que está dispuesta a tenderle a uno la mano. Yo ya no me voy de aquí”. 

Luego de un par de horas llega nuestro turno de cruzar la línea divisoria, uno que se contará entre los treinta millones de cruces que se registran al año en este borde ecléctico y agridulce, la frontera de cristal de Carlos Fuentes. Varios, los que viven en ambas orillas, irán y regresarán todos los días después de la escuela, el trabajo o el paseo. Pero hay otros que se quedarán siempre de este lado con sus propias historias y sus propios anhelos, unos cumplidos y otros truncados mientras la norma que dirija al mundo siga siendo el empecinamiento. Mañana será otro día y se volverán a encender los fogones portátiles, se descorrerán las cortinas de hierro de cada local y se llenarán las hieleras con refrescos de lata para la clientela acalorada que va de paso. Una jornada más en esta región en donde la herida entre un pueblo y otro sangra y también florece, sus protagonistas se desmoronan y saben cómo hay que levantarse y el aire que se respira se condensa y al minuto siguiente se evapora otra vez. Una más… igual que la de ayer. 

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