ABRAZAR LA ADVERSIDAD

Hoy en Instagram vi una ilustración de Lisa Congdon que decía: “Embrace the suck”. En español no existe una traducción literal, pero creo que podríamos armar una frase más o menos como ésta: “Abraza la adversidad”. Ok, abraza la mierda pues. Lo que se siente de la fregada, lo que no queremos ni si quiera voltear a ver para no sentir… muchísimo menos abrazar. Y es que, ¿por qué habríamos de hacerlo?

Enfrentarnos a una situación desagradable atenta contra la tranquilidad que defendemos con uñas y dientes en nuestra zona de confort. A nadie nos gusta sufrir, así que ante la opción de cruzar el fango y salir huyendo, optamos muchas veces por lo último. Más vale que digan “aquí corrió” que “aquí se atascó”. No digo que esto esté mal (cada vez me da más comezón este juicio de lo “bueno” o lo “malo”), a final de cuentas no somos de piedra y es de humanos refugiarnos un rato en lo que sea que nos haga recargar pilas otra vez. 

Lo que creo es que el crecimiento no está en el refugio, sino en el lodo. Abrazando esos momentos de frustración porque las cosas no son como deseamos es como nos damos cuenta de nuestras fortalezas y del potencial que a veces permanece dormido por no tener material para trabajar. “Embrace the suck” me suena a que lejos de esforzarme porque las cosas siempre marchen de maravilla me conceda la oportunidad de rendirme ante esta realidad que creo que no seré capaz de soportar. Si me relajo un poco y observo la situación sin esforzarme tanto por querer cambiarla, pueda quizá ver lo que está más allá de la tormenta: la piedra preciosa que significa crecer un poco más. 

Te comparto lo que me sirve a mí para abrazar la adversidad. Ojo, no lo que hago para sentirme mejor (comerme un helado, leer un libro o salir a dar un paseo). Me refiero a eso que me ayuda cuando estoy decidida a cruzar el fango y a sentir de una vez por todas el sufrimiento para poder liberarlo. 


1. Recordar la forma en que salí adelante de otros momentos de sufrimiento en el pasado. 

2. Dejar de preguntarme “¿por qué?” y empezar a pensar en el “¿para qué?”. 

3. Escribir, escribir, escribir y… ajá, volver a escribir. 

4. Llorar, llorar, llorar y… ajá, volver a llorar. 

5. Poner atención a lo que me está robando mi paz: ¿siento que perdí algo? ¿siento que hay alguna injusticia? Y luego… 

6. Pensar si puedo hacer algo al respecto. Si sí, armarme de un plan. Si no, soltárselo a Dios, al Universo, a la Energía Divina. 

7. Repetirme cada vez que pueda la famosísima y nunca bien ponderara frase: “Esto también pasará”.  

Ilustración de Lisa Congdon

Ilustración de Lisa Congdon