mi historia es mi faro

Todas las historias se tejen en el transcurrir de la vida con instantes minúsculos del tiempo. Hay unas que nos gusta recordar con retazos de la memoria como fotografías deslavadas o conversaciones que nos hacen sentir que es posible volver a vivirlo. Y hay otras, sobre todo las que duelen, que vamos dejando atrás como se deja la casa en la que crecimos una vez que nos hacemos mayores.     

Estamos hechos de millones de historias y al mismo tiempo de una sola, la que continúa guiando nuestros pasos sin importar en qué punto del camino creímos haberla enterrado. Todo aquello que vivimos en nuestra historia moldea no sólo nuestra forma de ver la vida, sino también nuestro cuerpo, nuestra salud y nuestras relaciones con nosotros mismos y con los demás. No vemos al mundo como es, lo vemos a través del cristal de nuestra historia. 

Hay historias difíciles que podemos llegar a considerar como el peso que nos impide avanzar, pero son ellas mismas las que han de salvarnos del estancamiento si estamos dispuestos a dejarnos conducir por ellas. Nuestro pasado no es luz ni oscuridad, es nuestra mirada la que lo considera como una u otra. 

Cuando era muy pequeña recuerdo haber escuchado a mis padres decir que mi madre había vivido conmigo un embarazo muy temeroso porque antes de mí tuvo un aborto espontáneo y tenía miedo que le pasara lo mismo. Esas palabras sueltas pero poderosas y más tarde la muerte de mi mamá me sirvieron de bandera durante muchos años para comprender y justificar mi tremenda inseguridad ante la vida. 

De lunes a jueves iba al jardín de niños, pero los viernes me llevaban a un centro psicopedagógico porque no me gustaba hablar con la gente y hacía muchos berrinches ante los que no había una aparente explicación. En mi adolescencia me quedé mucho tiempo en una relación codependiente y a los dieciocho no me atreví a irme a estudiar a otra ciudad la carrera que no existía en la mía. Nunca me imaginé como madre porque tenía un infinito temor a que alguien más dependiera de mí, tomé medicamentos por periodos depresivos prolongados y tuve algunos ataques de pánico en mis treinta. 

Mi historia siempre me confirmó lo mismo: eres una mujer insegura. Hasta que llegó el día en que me cansé y le pregunté a la cara: Bueno, ¿y qué otra cosa tienes para ofrecerme querida historia? Es cierto que he vivido con miedo durante tanto tiempo que ya lo veo como parte de mi vida cotidiana, pero también fui valiente cuando me fui de casa a los veinte, cuando me casé con un hombre bueno y decidí ser madre, cuando me gradué con honores de una licenciatura y cuando pedí trabajo en el periódico más reconocido de la época. Pero sobre todo, fui valiente cuando pedí ayuda para terminar de soltar el victimismo y optar por la responsabilidad. 

Entonces me di cuenta. Mi historia era el faro que me estaba mostrando el camino hacia mi propio crecimiento. En cada decisión, era mi historia quien me invitaba a elegir el valor. Porque ahora lo entiendo: cuanto más insegura se es, más capacidad de arrojo se tiene. El regalo más grande que me trajo el miedo fueron precisamente las agallas para transmutar el dolor de mi historia en la entereza necesaria para reconciliarme con mi pasado y volar con libertad. 

Durante mucho tiempo vi a mi historia de enfermedad, orfandad y profundo temor con el velo de la tragedia y la desesperanza, y eso impactaba fuertemente en mi forma de ver mi presente. Y quizá no deba decir “impactaba”, porque de hecho lo sigue haciendo, pero ahora puedo ver con una mirada distinta. Puedo ver la resiliencia de mis padres y la mía propia, y cuando lo consigo, entonces mi experiencia es completamente distinta. 

El faro que es mi historia me condujo por este sendero luminoso para reconciliarme con esa niña que escribía a solas para no naufragar en los mares del dolor. Hoy abrazo el llamado que siento a escribir de forma pública y lo hago cada día con un poco más de valentía. Y cuando me pierdo, que lo hago de vez en cuando, me quedo al pairo para tomarme un respiro y continuar de nuevo cuando me sienta lista. Que de eso se trata la vida: de conocer el mar para fluir en paz con sus tormentas y sus espacios de calma. 

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