DIARIO DE UNA CUARENTENA: LAS COSAS PEQUEÑAS SON AHORA LAS GRANDES

Son las dos de la madrugada y me he despertado con el impulso de escribir. Afuera llueve. El cursor en la pantalla en blanco parpadea y yo lo observo sin estar muy segura de las palabras que quiero vaciar en ella. Caigo en la cuenta de que estamos en Semana Santa y hace apenas un mes planéabamos ir a Tecate a visitar a mi familia, ir uno que otro día a la playa y a nuestros lugares favoritos en la Ruta del Vino. Hoy, en cambio, estamos en casa y Emma y yo planéabamos el otro día una cacería de huevos diferente para la Pascua aprovechando que aún tenemos varios huevitos de plástico del año pasado. 

Hemos dejado de ir al supermercado, así que habrá que ajustarnos a los pocos dulces pequeños que podamos encontrar en la tiendita de la esquina que es en donde nos estamos surtiendo de lo necesario en los últimos días. Para no desanimarla, le propongo que coloquemos en los huevos papelitos con experiencias emocionantes para cada uno, como dormir con mamá o papá, tener la televisión libre o escoger el menú de la semana. Esta idea la entusiasma aún más.

Me quedo pensando entonces en la cantidad de pequeños detalles que antes nos pasaban desapercibidos y que la cuarentena ha venido a subrayar con un gran marcador de textos fluorescente. O quizá de lo que se ha encargado no es de avivarlos, sino de zarandearnos la capacidad de asombro. Lo que haya sido, le agradezco. 

Ayer llegó nuestra primera canasta de frutas y verduras a domicilio directo de productores locales y mientras vaciaba en la tarja de la cocina la coliflor morada, el brócoli, los tomates, los ejotes, las naranjas y el resto de los vegetales para desinfectarlos noté que se me escapó un suspiro. Nunca antes los había lavado con tanta conciencia y no me refiero sólo a la cuestión sanitaria, sino a una verdadera presencia al sumergir la mano en el agua, masajear cada hortaliza, imaginar y agradecer a la tierra y a sus agricultores y saborear al final una fresa rojísima que me supo a cielo después de no haber comido fruta en cinco días. 

Los niños brincaron y bailaron de gusto un buen rato porque pedimos pizza y la esperaron asomados al horno los diez minutos que la dejamos calentar, cuando ésta se había convertido ya en un placer ordinario. David y yo esperamos al zoom con amigos entrañables para abrir la última botella de vino cuando compartir un momento con alguien que quieres era apenas hace un mes un gusto que se daba por hecho. Saludar al vecino simpático que sale a diario con tapabocas a pasear a su perra y que se detiene dos minutos de los diez que se detenía antes para platicar con Matías cuando estamos en el patio, doblar la ropa recién lavada mientras hacemos bromas de que en este simple acto nos damos cuenta de quién usó más la pijama en la semana o desplegar una vieja mesa de plástico y cubrirla con un mantel para comer afuera bajo la sombra de los árboles se han convertido en lujos que antes eran casi imperceptibles.     

La lluvia no amaina y su golpeteo en el tejabán del patio ha terminado de arrullarme. El sonido, mientras la casa duerme, se me antoja también más potente. ¿Qué le ocurre a la conciencia con el confinamiento? ¿Cuántos días de distanciamiento social harán falta para que nunca (nunca jamás) volvamos a dar por sentado un abrazo? Mientras los sentidos permanezcan despiertos hemos de aprovechar… aunque no está de más, en lo que volvemos a la calle otra vez, irnos permitiendo evolucionar hasta convertirnos en seres más proclives a la fascinación.

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