DIARIO DE UNA CUARENTENA (1)

Tenemos 16 días en aislamiento, guardados en casa por la pandemia del coronavirus. Decidí empezar este diario porque escribir me sana, y hace un par de días que comencé a sentir más frágil mi salud mental. Decidí hacerlo público porque estoy convencida de que compartir conecta, o quizá debiera decir que compartir nos recuerda nuestra conexión, pues unidos estamos todos ya. Creo que en la vulnerabilidad nace la compasión y es posible rescatar al amor, ese que siempre nos ha sostenido como humanidad aunque hayamos olvidado. 

Mantengo la fe intacta en que esta crisis era necesaria en todos los niveles: ambiental, económico, social, político, emocional… pero hace un par de días sentí a la ansiedad más cerquita, se había colado de puntillas y ni cuenta me di. He podido reconocerla, saludarla y tomarme un té con ella, pues en la historia de mi vida he confirmado que nada gano (y pierdo mucho) al cerrarle la puerta y negarle la existencia. Estos dos días la he sentido, honrado y transitado a través de la conciencia.  

Los días transcurren con una rutina más o menos estable que nos salva: me levanto a las siete de la mañana porque me he dado permiso de dormir más, medito unos diez o quince minutos y bajo a preparar mi mesa de trabajo o limpiar algo de la sala o la cocina del día anterior. Le abro la puerta a nuestra perrita Heidi para que salga a hacer sus necesidades y le sirvo agua y comida. Agradezco todo hasta este punto del día, entrados apenas unos cuantos minutos. 

David, Matías y Emma se levantan alrededor de las ocho y se preparan para empezar su jornada. Emma se conecta a la computadora de 9 a 2 para sus clases en línea, Matías ronda entre el bordado, la pintura, la caligrafía, las manualidades, la jardinería, la televisión y el juego con Heidi y David se concentra en su chamba del día. Desayunamos a destiempo, escuchando cada uno el ritmo de su cuerpo, mientras yo me dedico a ilustrar y a escribir, posibilidades que me hacen sentirme bendecida. Agradezco. 

A las 2 preparo la comida con Matías y a las 3 nos reunimos los cuatro (cinco con Heidi) a comer en el patio, en la única comida que hacemos todos juntos. El pasto está bastante crecido, hay telarañas en la cerca de madera, hay trebejos que es necesario acomodar para que la vista sea más agradable y tierra acumulada que barrer en el concreto… y por primera vez estoy en paz con ello. Estamos aquí, y agradezco. 

Después de comer hacemos algo juntos: ejercicio, algún juego de mesa o ver una película, y por las tardes la vida corre igual que siempre, sólo que ahora sin prisas por las clases particulares, sin desconexión por los pendientes de la semana, sin estrés por todo lo que hay que conseguir a nivel laboral. David y Emma lavan los trastes y sacuden los muebles, Matías aspira la sala y riega las plantas, yo barro el piso y lavo los baños. Y en la noche agradecemos. 

Ayer Matías me jaló de la cocina para decirme que había encontrado la luna en el cielo y que quería mostrármela. “Mira mami, ahí está, puedes pedirle un deseo si quieres”. Sí quiero, pensé. Luna, te dejo todo el miedo, te encargo la incertidumbre, te entrego la ansiedad. Mi deseo es que podamos ver esto de otra manera, con ojos de inocencia… y que nunca, nunca volvamos de nuevo a la normalidad. 


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