RADIOGRAFÍA DEL OTOÑO (Y DE MÍ MISMA)

Tengo la creencia de que la estación que más disfrutas en el año habla mucho de ti mismo, de tus gustos y de tu personalidad. Desde que tengo uso de razón he disfrutado más el frío que el calor. Me gustan más los alimentos calientes, en especial las sopas y caldos, las botas y bufandas, los días de lluvia y las texturas cálidas como la pana o la lana. Soy fiel amante del otoño. Hay muchos simbolismos en torno a esta época que me fascinan y que me he dado cuenta que tienen que ver mucho conmigo y mi forma de ver el mundo.

En primer lugar, el más representativo: la caída de las hojas de los árboles. Un día, cerca del otoño, leí en algún lugar una frase que iba más o menos así: “Los árboles están a punto de darnos una lección sobre soltar lo que ya no sirve. Tomemos nota”. Desde que esa idea llegó a mi cabeza no puedo dejar de imaginar a los árboles envueltos de un halo de sabiduría que los convierte en maestros del desapego y de la rendición a las leyes de la naturaleza. Me gusta verlos llenos de confianza y serenidad, la misma que a veces siento que me hace falta y que por lo mismo me la paso procurando. Esta época me recuerda eso: dejar ir lo que ya no me hace bien para poder darle la bienvenida a lo nuevo.

Otra cosa que me encanta son los aromas y los sabores de esta temporada: la canela, la calabaza, la manzana, el jengibre, el pan recién horneado y en general los sabores dulces pero también los platillos calientes como un buen caldo de pollo o una crema de brócoli con queso cheddar. Probar algo dulce o salado pero calientito me hace sentir reconfortada, como abrazada, y creo que eso va con mi personalidad que es más pasiva que activa, extremadamente sensible, introspectiva o en ocasiones hasta melancólica. Quizá sea alguna fumada de mi parte pero eso siento con este tipo de aromas, como que a una la envuelven y cobijan.

El clima es un factor decisivo para que me guste el otoño: ni muy frío ni muy caluroso. Me gustan mucho más los ambientes campiranos que los típicos del verano como la playa, además de la ropa que se usa en esta época como las botas, las bufandas o las chamarras ligeras. Los días frescos pero con la tregua de los cálidos para darnos un respiro me parecen el equilibrio perfecto, algo de lo que siempre estoy consciente en mi vida. No voy a decir que soy la persona más equilibrada del planeta porque no es así, pero sí es una búsqueda que tengo en mi mente muy seguido. Y otro factor es que me gusta mucho más estar en casa o cuando salgo estar en lugares cerrados, los que prefiero sobre los lugares abiertos, y este clima nos invita a estar así, reunidos en torno a una chimenea, un calentón o una mesa con la sopa recién hecha y lista para acompañarnos en la charla.

El otoño es también el tiempo de la cosecha, de recoger los frutos de la siembra y con ello tenemos dos oportunidades: dar gracias a la tierra y a la vida por estar aquí y por tener todo lo que necesitamos para existir, y por otro lado hacer un ejercicio de reflexión sobre lo que hemos de cosechar en nuestro propio huerto espiritual. Algo tiene el otoño que invita a la meditación y a una travesía hacia el interior. Quizá porque se acerca el invierno con sus días cortos y gripas estacionales que no nos dejan más remedio que descansar para retomar las fuerzas que necesitamos para continuar en el viaje. Creo que eso es precisamente lo que nos mueve a pensar un poco en lo que hemos hecho con nuestra vida hasta ahora y, al menos a mí, me sirve como una especie de renovación, de reconocimiento de lo que he conseguido (frutos) y de preparación para lo que quiero obtener para el siguiente ciclo.

Se acerca octubre y todo empieza a morir: mueren las hojas de los árboles, muere la luz del sol por las tardes y mueren los colores vivos y saturados del verano. Y quizá eso tenga que ver con la esencia melancólica propia de la estación y con la que me identifico tanto también. Pero para que emerja la vida algo debe morir primero y a esto me recuerda la etimología de la palabra “otoño”: Autumnus, que significa plenitud. La naturaleza está plena y lista para brindar sus frutos maduros, pero lista también para morir y con ello soltar lo que no le sirve para preparar la tierra y sembrar cosas nuevas. Como aquello que leí hace años: Tomemos nota de su ejemplo.

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