MI TÍA YOLY

“Tía, te tenemos preparada una sorpresa”.

“Ay, ¿cómo?”

“Feliz cumpleaños”, le da por única respuesta mi hermana Alejandra mientras abre la puerta del pequeño salón en el que estamos congregadas medio centenar de personas con el corazón al galope. Una oleada de aplausos y una que otra lágrima por la emoción recibe a esta mujer que ha arribado a sus ochenta años y que, nada más ver a su familia en pleno, se lleva las manos surcadas por el tiempo a los labios cobrizos y suelta también el llanto propio de esa mezcla de asombro y profunda gratitud que de tanto que hincha el pecho es preciso verter y compartir con alguien más. Joseph, su sobrino nieto de nueve años, es el primero que corre a abrazarla y recoger esos primeros segundos de un enternecimiento que inunda el espacio como si se tratase de un enjambre de suaves plumas que nos acaricia a todos.

La lluvia de abrazos de hermanos, cuñados y sobrinos va devolviendo poco a poco a la tierra a Yolanda, nuestra tía Yoly, a quien el breve instante del sobresalto había llevado de golpe al cielo. Entonces puede pronunciar varios “gracias” y “no me lo esperaba” mientras la conducen a la mesa de su hermano mayor, el tío Chago, que con ella y el tío José son quienes sobreviven a sus padres y cinco hermanos que hemos visto irse poco a poco por una u otra enfermedad, entre ellos mi madre, la menor de todos y la primera en despedirse, a quien mi tía Yoly vio siempre como una hija por la importante diferencia de edad. Ese amor que le profesó a su hermana Lupita desde el mismo instante en que llegó a este mundo, lo trasladó luego a mí y mis hermanos y así fue como tuvimos la buena estrella de contar con una segunda madre cuando nuestra primera se fue.

La cabellera ceniza y una que otra mancha en su piel acaramelada dan cuenta de su avanzada edad, pero nadie que sostenga una charla con ella creería que ha llegado a las ocho décadas. Mi tía Yoly goza de la lucidez de quienes han abierto el alma desde muy jóvenes ante lo que la vida les depara. No tuvo hijos propios pero no le hicieron falta porque en sus sobrinos volcó su capacidad de amor y de entrega, esa que hace a las madres darse por completo y vivir a ratos como si ellas no existieran, como si fueran las guardianas a quienes la vida les ha encomendado el cuidado de los que vienen detrás de ellas. Silenciosas, con la vida en pausa hasta ver que los suyos emprenden el vuelo por sí mismos.

Pero mi tía Yoly es todo menos una mujer sumisa. Está chapada a la antigua, con las creencias bien arraigadas y el carácter de roble de las mujeres macizas que no toleran que las contradigan, con el consejo listo y la apabullante seguridad de que son ellas quienes están en lo cierto. Diminuta y encorvada, mi tía hermosa, pero con la terquedad de una guerrera para defender sus ideas. “Cuando era niña me decían que debía esperar a ser una adulta para poder mandar a los más jóvenes y ahora resulta que son los niños los que nos mandan. ¿Cuándo va a tocarme a mí entonces?”, reclama entre gestos de broma que dejan entrever ciertos rasgos de protesta.

La tía más generosa… generosa hasta quedarse sin nada en el afán de cobijar las necesidades de quienes ama. A paso lento toma el agua hervida en su taza de peltre para servir el café de la mañana. “Déjame ayudarte tía”. “Ay no mija, tú no sabes dónde están las cosas, déjame a mí hacerlo sola”. Y hasta que todos están sentados considera entonces sentarse ella. ¿Ya comieron todos? Entonces come ella. Mi tía que ronda por las tiendas y los bazares cada vez que la presión y la gastritis le dan una tregua para comprar cientos de regalitos para los cumpleaños que se avecinan, las navidades y todas las fechas especiales, que en su calendario personal se cuentan a puños, porque todos los días son buenos para demostrarle a sus seres queridos que ella los cuida siempre en su memoria.

Mi tía Yoly dice que se mortifica, que le preocupa que no tengamos dinero o que nos enfermemos, que la vida está muy difícil y que vamos a dejarle un mundo con muchas carencias a los niños, que Mexicali está imposible ya para vivir, que la contaminación y la inseguridad y el calor y los virus y la retahíla de malas noticias que le gusta ver en la televisión por las noches. Y yo le digo que escriba, que le llevo una computadora y vuelva a escribir, porque lo hacía como los dioses cuando era joven, ganaba premios estatales y tenía una columna en el periódico local donde era reconocida por su habilidad para poner los puntos sobre las íes y sacudir algunas conciencias. “Ay no mija, a estas alturas no voy a aprender a usar una computadora”. Ya no escribe pero rememora, busca en sus cajones aquellos textos y vuelve a vivirlos. Mi tía poeta, te llevo entonces una Olivetti pero no quiero que te vayas también tú un día sin haber escrito tus últimas memorias y que yo me quede contenta de que por la pluma se fue todo aquello que te aqueja.

De tanto que quieres ser omnipotente para que por nuestros corazones no se cuele el menor duelo, tía, no te das cuenta que has terminado por entregarte completa. Aunque sé que para ti nunca será suficiente porque le prometiste a nuestra madre cuidarnos, a tu adorada muñequita, antes de regresar tan joven a la casa eterna. Tu labor ha sido extraordinaria tía querida, de donde me viene lo aprehensiva y también lo narradora. No tienes que hacer más porque ya lo eres todo para los que te amamos. Te imagino amorosa e insatisfecha por no podernos dar más amor. “Ay mija, yo le pedía a Dios nuestro Señor que me diera vida para conocer a sus hijos, pero ahora quiero que me dé un poquito más para verlos a ellos crecer y tener a los suyos. Se me hace que me va a decir: bueno, ¿pues qué más quieres?”

Yo quiero que te quedes aquí para siempre. Que se queden tus abrazos y tus besos, tus llamadas a media noche para ver si llegamos bien y tus constantes bendiciones “coladas con las de tu mami”. Tú, como nosotros tus hijos adoptivos, tienes un ángel en el cielo. Quién sabe… a lo mejor ella convence a Dios de que tus sueños y los nuestros se hagan realidad.

MI MUÑECA 

(A LUPITA)

Salía apenas de mi bulliciosa niñez

cuando el Señor me concedió un regalo,

no estaba envuelto en listones ni papel,

¡lo cobijaba mi madre en su regazo!

Un día que el destino señaló,

nuestros ojos admiraron el portento,

una muñeca de su abultado vientre arrojó,

dando calor a nuestras vidas con su aliento.

Al tenerla en mis brazos yo sentí

toda la bondad de Dios hacia nosotros,

muchas muñecas en mi infancia yo mecí,

pero la llegada de aquella

¡borró todos sus rostros!

Rubias, morenas y negritas,

tuve de todos los colores,

pero una muñeca tan linda como aquella

¡resumía todos los sabores!

Hoy, convertida en espléndida mujer,

sigue vigente en nuestros amores.

Es la muñeca... ¡de todas mis Navidades!

con la que comparto mis dichas y mis dolores.

Le he pedido al Dios bueno por las noches,

en mi oración, en mis coloquios con Él,

que si un día me concedió ese regalo en mi niñez

me permita conservarlo para siempre,

pues quiero también ¡la misma muñeca para mi vejez!

YOLANDA.

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