HOLA A MIS 39

He pasado decenas de veces junto a Rabindra Sarkar, el hombre hindú que pasa la mayoría de sus tardes apilando rocas de una forma increíble en Seaport Village, mi lugar favorito en San Diego, pero ayer fue la primera vez que me acerqué a intentar alinear yo misma dos de sus piedras. Cuando el alumno está listo, el maestro aparece.

Con mucha paciencia me explicó que debía encontrar la línea que comunica a las dos rocas que me invitó a unir para poder sostenerlas como él lo hace, uniéndolas por alguno de sus minúsculos puntos. Siempre creí que yo sería incapaz de lograr algo así y quizá cada vez que lo veía en los paseos familiares me limitaba a admirarlo y luego pasar de largo, pero ayer era mi cumpleaños número 39 y me acerqué con la única expectativa de vivir algo nuevo. Pero al unir las dos piedras y mover un poco la de arriba empecé a notar en ella lo que me dijo este “rockman” que pasó tres años de su vida meditando en silencio en los Himalayas: “Tienes que sentirlo, y ahí donde lo sientes, es el punto que va a unirlas”.

Sentí ese punto que Rabindra me decía, pero el reto era equilibrarla para que se quedara quieta justo ahí, en ese milimétrico espacio que la conectaba con la piedra de abajo. Observé la roca con ese tipo de atención que muy pocas veces practicamos, como si no hubiera nada más alrededor más que ella y yo, con el deseo profundo de conseguirlo pero sin ningún apego a que resultara como yo esperaba. Después de unos cinco minutos pude soltarla y ambas piedras quedaron unidas de forma vertical por un pequeñísimo punto. Me sentí feliz y Rabindra me dijo en tono de broma que ya tenía trabajo ahí. David le contó que era mi cumpleaños, entonces me tomó de la mano y lo invitó a él y a Emma a unir sus manos con las nuestras, cerró los ojos y recitó una oración en su idioma. Me sentí bendecida por lo que este hombre me enseñó y por tener la oportunidad de esta celebración con tres seres que adoro con el alma.

Seguimos caminando un buen rato por el embarcadero con vista a la bahía de San Diego, nos compramos una nieve y al llegar al pasto donde se yerguen impresionantes árboles “coral” que Emma adora escalar, tendimos una manta y nos recostamos para disfrutar la brisa marina y el sol menguante de media tarde en un limpísimo cielo azulado donde danzaban enormes papalotes. La idea era hacer un picnic, pero la única comida al final de cuentas fue una bolsa de chicharrones que David se trajo de casa, nuestros termos de agua y un par de burritos de frijol que compramos en la línea antes de cruzar la frontera. Eso fue más que suficiente.

Mi familia, el sol, el aire y cada una de mis experiencias han sido suficientes en estos 39 años. Y el retorno a ese centro que Rabindra me vino a recordar.

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