LA NECESIDAD DE UNA PAUSA

El año empieza a despedirse pero antes de irse del todo, como suele hacerlo cada uno de sus colegas en los últimos días, me sienta en la silla de la introspección. No sé que tienen los años viejos que siempre consiguen conducirme con delicada firmeza al callejón sin salida de la desaceleración. Serán sus vientos con aroma a cierre de ciclos, sus días fríos que invitan a la nostalgia o ese simbólico acto de tirar de las últimas hojas del calendario que produce en mí unas ganas tremendas de empezar de nuevo, lo cierto es que hoy estoy en ese sitio al que quizá sería útil volver más seguido y no sólo cada fin de año: la pausa. 

Lo primero que he notado es que últimamente me he sentido cómoda aquí, con el ritmo distinto y la atención plena, muy al contrario de ocasiones anteriores en las que apenas asomar la nariz a la puerta del paréntesis era suficiente para salir corriendo y corriendo continuar con mi vida. Seguido me ocurre que me siento orgullosa por la cantidad de tareas palomeadas en un día, atrapada en la inercia de un mundo que galopa sin saber con mucha certeza hacia cuál dirección y con qué sentido más allá del de aparentar que se es capaz de obtener más logros que el vecino. Me apresuro, me descubro presa del tiempo y celosa de cada milisegundo, precipitándome ante cada quehacer con la intención nublada y el único deseo de terminar para… hacer una pausa. 

Y entonces me complico la existencia, porque vivir en el apuro me estresa y el estrés merma mi capacidad para apreciar el momento y esa merma me aleja de la gratitud y esa lejanía me vuelve ciega ante lo que en realidad soy y esa ceguera me lleva a pensar que no soy suficiente y ese pensamiento me arrastra al apuro otra vez, el que creo que es necesario para conseguir las cosas que validarán mi existencia. Pero del torbellino me bajo siempre con la misma sed de sosiego y el impulso de escribir una coma después de cada suspiro. Bajo el ritmo, me detengo, observo, me vuelvo consciente.     

En los terrenos de la pausa me doy permiso de ser yo y de soltar las máscaras. Me sirvo una taza de té, me cobijo con una manta tejida y veo la lluvia a través de la ventana… en sentido literal o figurado. Respiro. Esto sí literalmente siempre. No como la función automática de todos los días. Res-pi-ro. R-e-s-p-i-r-o. R - e - s - p - i - r - o. Me doy el tiempo de revisar el balance de mis creencias y, si cuento con el tiempo, escribo en un cuaderno lo que me sale del alma porque luego esas páginas me hablan de cosas que con las prisas no había podido ver. Pero si no lo tengo y para pausar cuento nada más con un instante, hago ese repaso mental y recuerdo que todo está bien tal y como es.   

Pausar me regresa a mi centro, a lo que soy realmente y a la intención que brota de mi ser y que a veces pierdo de vista en el camino. La vacación viene bien para las pausas prolongadas, esas de las que muchas veces emergen decisiones importantes o virajes en la ruta. Pero que no se piense que en la vorágine de la cotidianidad no hay lugar para el detenimiento. Uno o dos minutos a veces son suficientes (y necesarios) para reconectar con nuestra esencia y volver al amor… ese sitio al que pertenecemos todos. El mío es la taza, la manta y la lluvia, ¿cuál es tu escenario ideal (real o imaginario) para pausar?  

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